Categoría: Escritores del Club de Lectura

Pequeña antología ( poesías, cuentos, relatos...) realizados por componentes del Club de Lectura.

María José Robas Molero. (Cuentos, Poesías y Relatos)

María José Robas Molero

SURCOS DE NIEBLA

 Libro de poemas presentado el día 30 de Mayo en el Palacete Modernista. (Feria del Libro en Fuente Obejuna)

Prólogo del libro «Surcos de Niebla»

En la primavera de 2013, mi amigo Antonio Monterroso me puso en las manos el primer libro de versos de Mariajosé Robas. Había visto la luz en 2010 y era nuestra intención emplearlo en el Taller de Poesía que estábamos a punto de comenzar a impartir en varios pueblos y aldeas del valle del Guadiato. Se ha dicho y escrito en alguna ocasión que Antonio Machado, igual que Lorca y otros poetas españoles de primer orden, no ha tenido, en sentido estricto, discípulos. Sin embargo, Algo de mí, el primer libro de versos de Mariajosé, pertenecía a la estirpe de don Antonio: su insistencia en la forja de símbolos y su carácter intimista venían de Soledades; su sentimiento del paisaje y su abdicación circunstancial de la subjetividad procedían de Campos de Castilla. A lo largo de varias semanas estuve inmerso en la lectura y relectura, en el comentario y discusión, de los versos de Algo de mí, lo que hizo que este libro, en mi imaginario, alcanzase el rango y el prestigio del talismán. De ahí mi alegría cuando, en la primavera de 2014, Mariajosé Robas me propuso que escribiese algunas palabras para presentar Surcos de niebla, su segundo libro de versos.

Las composiciones de Surcos de niebla han sido distribuidas, en virtud de criterios temáticos, en tres diferentes secciones o apartados («Epigeo», «Fisuras» y «Diaclasa»), a los que la primera composición («Mi verso es el surco abierto…») sirve de prólogo. Se habrá observado que los epígrafes de las tres secciones anuncian una suerte de gradación: hay plantas que surgen del suelo, grietas que aparecen subrepticias y fracturas que cuartean el terreno. El libro de Mariajosé, en efecto, avanza desde la celebración hasta la elegía, desde el entusiasmo hasta la resignación.

Los versos aglutinados en la sección «Epigeo» contienen, en su mayoría, esas evocaciones de la naturaleza tan características de Mariajosé: versos impresionistas, alejados del tópico, que son resultado directo de la observación y de la experiencia subjetiva del entorno. La empatía de Mariajosé hacia la naturaleza se traduce en el recurso constante a la prosopopeya, con, por ejemplo, endrinos que, coquetos, se contemplan «en el espejo del río» («Endrino»). Los momentos evocados son diversos, pero la insistencia sobre lo crepuscular sigue siendo un homenaje tácito a Machado: todo remite a la consunción y el acabamiento, a lo vespertino y autumnal. Aunque hay en esta sección composiciones que celebran ingenuamente la naturaleza, el nihilismo predomina y convierte a la naturaleza en símbolo de la vanidad de vanidades del ser humano. Así ocurre en «Arroyo incierto», donde las lluvias originan un riachuelo de vida a la vez fugaz y frenética; o en «Golondrina», donde el temporal acaba desbaratando el nido que tantos esfuerzos ha costado construir. Los versos de Mariajosé, a la vez, tienen algo de pagano: la llegada de la tarde, de la muerte, no consiste en el viaje hacia la nada, sino que forma parte del ciclo interminable de la naturaleza, del eterno retorno de lo mismo.

Si la naturaleza es la protagonista de la sección «Epigeo», son los seres humanos quienes pueblan las composiciones de «Fisuras», en que la voz poética se consagra a celebrar el amor dichoso y, sobre todo, a lamentar el desdichado. Y es que el amor acostumbra a ser venturoso preferiblemente en pretérito: de ahí el predominio del imperfecto en textos como «Su naturaleza». Los amores desdichados, en el libro de Mariajosé, se vierten a menudo en el idioma de la alegoría: resignarse a la rutina de pareja equivale a escribir entre dos, «capítulo a capítulo», un libro «monótono, aburrido» («Nuestro libro»). En otras ocasiones, la voz poética se siente manipulada y recurre a la imagen de la «marioneta» («Imposible») o del «guiñol» («Solo tú»). La imaginación, así pues, debe suplir a la experiencia, la hipótesis a la certeza. Es curioso comprobar cuántas composiciones de «Fisuras» comienzan con cláusulas condicionales: «Si yo fuera viento…» («Si yo fuera viento…»), «Si me das la mano…» («Frenesí»). Sorprende, en cierto modo, el tono elegíaco de esta segunda sección del libro, que en algunas composiciones roza el reproche, que puede ser elegante, como en «Todo tú me perteneces» («Tus labios, ¿qué labios besan? / Tu boca, ¿en qué boca bebe? / ¿Qué cuerpo a tu cuerpo estrecha? / ¿Cuáles brazos te detienen?»); despechado, como en «Perdóname»; o sereno, como en «Indiferencia». En «Fisuras», sin embargo, también hay sitio para la celebración del amor. Esta celebración es siempre cauta, y es que a menudo subsiste el temor a la ruptura, como, precisamente, en «Temor», donde el miedo a la separación impide el ingenuo disfrute del presente del que se habla en composiciones como «Impaciencia» o la muy erotizante «Virajes». En Algo de mí, el aprendizaje machadiano iba acompañado de frecuentes homenajes a Bécquer, que alcanzaban su culminación en la sección antológica llamada «Rimas», compuesta de breves composiciones inspiradas en las de Gustavo Adolfo. El ascendiente del poeta sevillano no falta tampoco en Surcos de niebla, como evidencia, por ejemplo, la construcción paralelística de «¿Nos amamos?». En varias composiciones de «Fisuras», con todo, se abandona la primera persona en favor de la tercera. Así ocurre en «El abuelo», en que el anciano, apoyado sobre su bastón, asocia su propia decadencia a la herrumbre de lo vespertino y concluye con estos dos octosílabos: «Ni vuelo queda en los pájaros / en estas horas de siesta».

En «Diaclasa», Mariajosé Robas ha dado preferencia a lo existencial. De nuevo, consigue forjar símbolos de originalísimo cuño. Los hombres, escindidos entre el apego a la tierra y el anhelo de lo celeste, encuentran su semejante en la cometa («La cometa»). La voz poética, en cualquier caso, es consciente del transcurrir veloz del tiempo («Ágape lacónico») y de sus efectos indelebles sobre la apariencia corporal («Acíbar»), que lleva, en ocasiones, a contemplarse en el espejo y ser incapaz de reconocerse («Un rostro»). Cuando Mariajosé, a la manera de Garcilaso, se vuelve a contemplar sus pasos («Sin nostalgias»), se enorgullece del camino recorrido, pero, a la vez, se aferra a la vida, sabedora de que le quedan innúmeras experiencias por conocer antes de su desaparición («Soy así»), que se llega a describir de forma ligeramente macabra («Al final de mis huesos»). Existen pasadizos entre «Epigeo» y «Diaclasa». En «Testamento», igual que en la sección primera, la voz poética encarga que, después de su muerte, no la lleven a la «triste residencia tenebrosa» del cementerio, sino que abandonen sus cenizas a la naturaleza, para seguir participando de su ciclo eterno. Y es que «Diaclasa» tiene algo de misceláneo: en esta sección reaparecen, por ejemplo, las evocaciones impresionistas de la naturaleza («Despertar») o los reproches amorosos («Al corazón»), y tienen cierta cabida las composiciones metapoéticas, en que Mariajosé se interroga por el sentido de su propio ejercicio como escritora de versos («Versos volátiles», «Ser poeta»).

Este segundo libro de Mariajosé es, a la vez, muy semejante a y muy distinto del primero. Enrique Vila-Matas ha escrito que «los grandes escritores son estupendamente monótonos». Y, en efecto, las similitudes entre Algo de mí y Surcos de niebla saltan a la vista: el mismo sentimiento de vinculación panteística con la naturaleza, idéntica vivencia del amor desde la nostalgia, semejante intuición de la muerte. Las diferencias, sin embargo, no deben soslayarse. Algo de mí contiene composiciones escritas a lo largo de varios decenios. A pesar de la humildad deliberada de su título, es un libro que quiere ser espejo de la vida. Por eso mismo, su estructura es más bien laxa, y es que la vida no la tiene. Surcos de niebla, en cambio, ha sido construido para transmitir un mensaje, para contar una historia. Es un libro, si se quiere, lúgubre, escrito desde la madurez, desde el presentimiento del invierno. Las evocaciones de la naturaleza aparecen en ambos libros; en este que ahora les presento, no obstante, el paisaje comienza a desleírse en la niebla. Créanme si les digo que no les va a decepcionar.

Francisco J. Álvarez Amo
Doctor en Filología Hispánica
 
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Acto de presentación del Libro
D. Francisco Javier Álvarez , Dña. Isabel Cabezas y Dña. Mariajosé Roba.

JUEGO DE MARIPOSAS

 (Cuento)

Cantaba la primavera con esa multitud de acordes, en la singular manera como ella sólo sabe hacerlo.

El parque resplandecía vistiendo un multicolor traje de fiesta, engalanado para la ocasión. Los tulipanes abrían sus conos saludando al sol. Los gladiolos, los pensamientos, las margaritas, hacían apuestas por ver quién mostraba más belleza.Ante tales estímulos, los viandantes se detenían dejando que sus sentidos se embriagasen con el ofrecimiento. Bajo el entramado del sol y sombra que ofrecía un fornido abeto, un anciano dormitaba con el sombrero calado hasta las cejas. Daba la impresión de estar ajeno al ajetreo que varias mariposas de vivos colores mantenían, en un interminable ir y venir de sus hombros a sus manos, a sus piernas… Lo mismo se posaban sobre su solapa que rozaban juguetonas la nariz.

En el otro extremo de la calzada, una niña se abstraía con la danza de las mariposas; cerca, dos pequeños con sendos cubos de plástico y algunas herramientas de jardín, amontonaban arena intentando darle, multitud de formas. Reían estrepitosamente y la pequeña tuvo que ordenarles silencio, temerosa de turbar el sueño del abuelo y con ello dar fin al espectáculo. Como hacían caso omiso, lentamente se fue aproximando.  Los insectos alertados, volaron rápidamente posándose sobre unos fragantes capullos de rosas amarillas, que daban forma a los arriates cercanos.

Percatado de la presencia de la niña, el abuelo despejó su frente del sombrero, atusó su profuso bigote y saludó:

¡Hola!

La pequeña quedó clavada en el suelo, un gesto de malhumor turbaba sus mejillas; se había roto el hechizo.

¡Acércate! ¿Cómo te llamas? – insistió el anciano -.

La niña no contestó, sin embargo hurgaba en los bolsillos nerviosamente, como buscando algo. No lo encuentro – se expresó al fin.

¿Qué es lo que no encuentras?

Es… Es… Y seguía insistiendo en sus bolsillos.

¡Aquí está! – exclamó satisfecha – ¿Lo ves?, ¿Sabes qué es esto?

Creo que es un terrón de azúcar.

Exacto, eso es.

¿Para qué quieres el azúcar?, ¿Acaso es tu merienda?

¡Que va! A mi no me gusta el azúcar, lo cojo todos los días cuando vengo al parque.

Pues si no te gusta, no lo entiendo.

Verás, – más confiada se fue aproximando al anciano hasta llegar a sentarse junto a él.

Cojo este terrón porque la Señorita del Cole dijo un día que los insectos tienen debilidad por lo dulce. Yo lo desmenuzo, lo pongo junto a mí, espero a que vuelen cerca y me estoy muy quieta, pero ellas lo ignoran; sin embargo, tú que estás dormido y no tienes azúcar te persiguen por todas partes. ¿Cuál es el secreto?.

No creas que estaba dormido. Sólo me estaba quieto. Pero ese no es el secreto, yo hago lo mismo y ellas no se posan.

En esos momentos una de las mariposas que libaban el rico néctar del rosal voló rozando la cabeza de la niña.

Ella se aproximó rozando con su nariz el paño negro y suave.

Huele… Huele…

¿A fruta? – insistió el anciano.

No, a fruta no

¿A flores?.

Ni lo uno ni lo otro.

¿Podía ser la naturaleza?.

¿Cómo huele la naturaleza? – preguntó sorprendida.

La naturaleza tiene un olor indefinido. ¿Tienes un papel?.

Sí, aquí tengo con el que mamá me envolvió la merienda. Ella siempre dice que de no encontrar una papelera donde depositarlo, lo guarde en el bolsillo de vuelta a casa, allí lo tiraré a la basura.

Correcto, tu mamá es muy sabia.

El anciano cortó un trozo del papel y sacando un bolígrafo del bolsillo superior de

su chaqueta escribió: Naturaleza

¿Qué pone aquí? – dijo el anciano, mostrando el papel a la niña

Has escrito naturalez

Bien, ahora si separamos las siete primeras letras, ¿Qué puedes leer?

La niña contó: una, dos, tres, hasta exclamar:

¡Natural! Aquí pone natural.

De acuerdo, pero ¿Sabes lo que es una cosa natural?.

Se lo que es una cosa natural pero no sé explicarlo.

Lo natural – siguió argumentando el abuelo – es algo sin artificios, de verdad, que es espontáneo y que no tiene doblez.

¿Y eso que tiene que ver para que las mariposas se posen en ti y a mi no me hagan caso?

Pues tiene que ver. Verás, yo paso aquí casi todo el día en este parque. Tomo el sol cuando lo hace y cuando está nublado o hace frío. Me refugio en aquel palacete, protegiéndome con sus celosías, pero donde sigue entrando libremente el aire; ese aire viene cargado con multitud de partículas naturales. Antes de rozar mis ropas, ha acariciado el polen de las flores, las hojas de los árboles, las ramas de los setos, la tierra; así las mariposas me confunden fácilmente con el entorno, llegando con mi actitud, a ser una parte más de la misma naturaleza.

¿Ese es el secreto? – preguntó la niña tras meditar sus palabras.

Yo he llegado a esa conclusión. Si de verdad quieres formar parte de algo, tienes que mimetizarte con ello, no engatusando con golosinas artificiales como haces tú con el azúcar, si no siendo tú el mismo azúcar.

La niña asintió con la cabeza y viendo que su madre se dirigía hacia ella dando la mano a los dos pequeños, se puso en pie, e inclinándose, depositó un tierno beso sobre la mejilla del abuelo, éste se pasó la mano por la cara con el ademán de guardarlo en su puño, mientras la pequeña preguntaba

¿Estarás aquí mañana?

Ya te he dicho, nenita, que yo formo parte de esta naturaleza.

Cuando la mujer llegó junto a ellos, la niña con cierta emoción afirmó: Mamá, quiero ser natural para que se posen en mi las mariposas

Ésta hizo un gesto como de no comprender nada, e indiferente, colocó sobre los hombros de la pequeña una rebeca, mientras le decía:

Vamos a casa, que ya está empezando a refrescar.

 

LOS TRES TOMATES VERDES


Colgados de una caña, con sus raíces bien afianzadas al compost de la jardinera, se encontraban en una terraza, bien orientados al saliente, una espléndida mata de tomates que era el orgullo de su dueña.

Habían nacido allí, fruto del más fortuito azar. Una mañana Inés vio como unas hojitas pegadas a un verde tallo, emergía en aquella jardinera

donde su madre unos días antes había estado escarbando con una azada de jardín. Desesperada porque las cebolletas de lirios plantados en la primavera no habían dado las flores deseadas, las arrancó tirándolas a la basura sin mas miramientos. Inés comía un jugoso bocadillo de jamón donde había restregado la mitad de un tomate, cosa que para ella era motivo de deleite. Tal vez alguna pepita ayudada por el aire, debió facilitar la labor. Pasada una semana, aquella pequeña plantita comenzó a echar ramas y estas a su vez frondosas hojas. En un mes alcanzaba ya la altura máxima de la barandilla de la terraza. La niña se abstraía en su contemplación, al principio no sabía de que planta se trataba, fue su padre el que viendo tan espléndido vástago aclaró:

Se trata de una tomatera.

La madre de Inés, quiso deshacerse de ella, pues proyectaba plantar allí unos geranios que le diera una vecina, más fue tal la insistencia de la niña, que no tuvo otro remedio que claudicar.

Al cabo de un mes, unas florecillas amarillas comenzaron a ornamentar las ramitas, y a la siguiente semana, unos enanitos tomates verdes, pendían orgullosos de ellas. La pequeña acudía a ver su obra cada vez que se lo permitían las tareas escolares y en vez de jugar con sus muchos juguetes, se pasaba las horas removiendo la tierra o regando la planta. Pasaron dos meses desde aquel primer descubrimiento, los tomates seguían engordando pendiendo de las ramas con su exultante color verde intenso Pronto estarán maduros, y me haré un suculento bocadillo.-solía decir la niña cada vez que contemplaba aquellas tres bolas cada vez mas exuberantes-. Pero pasó otra semana, y otra y los tomates no cambiaban de color, la madre tomo una tarde aquella decisión que no agradó del todo a Inés, le dijo:

Si dentro de una semana, no han madurado, seguirán el mismo destino que los bulbos de lirios.

Esto no agradó a la pequeña, por eso sus mimos se excedieron con el paso de los días, sin obtener el resultado deseado.

Como había vaticinado la madre, una tarde que se hallaba cuidando las demás macetas de la terraza se armó de valor, pues pensaba en los sollozos de la pequeña, y arrancó la esplendida mata, aunque sintió pena y tratando de arreglar lo irremediable , colocó los tres tomates sobre el frutero de a cocina.

Tal vez así, se forzará la maduración.-pensó la mujer ante el hecho consumado-. A Inés no le hizo ninguna gracia, más se conformó viendo que el fruto de su cosecha no había seguido la misma suerte de la tomatera. No conforme con el lugar que le había destinado su madre, los cogió delicadamente, buscándoles acomodo en su habitación.

El más grande lo puso sobre un platito y a modo de pisapapeles lo colocó en la estantería de su escritorio; el segundo algo más mediano, lo puso sobre la mesita de noche y el pequeño no sabiendo que lugar proporcionarle, lo depositó a modo de tapón sobre un florero.

Al paso de los días, cada vez que entraba en el dormitorio, Inés se quedaba embobada mirando a sus amigos; los cogía, le daba vueltas, pero los tomates no daban signos de maduración, por eso la niña se fue olvidando de sus mascotas, hasta que una noche de tormenta, una extraña luz iluminó los contornos de los tomates, estos pareció que se inundaban de brillos extraños, se tambaleaban a veces, luego restablecían el equilibrio, para mas tarde volver a temblar como alcanzados por un rayo. Inés dormía profundamente cansada, pues había estado aquel día de excursión y el cansancio se adueñó de ella. Fue la visita a una Granja a las afueras de su ciudad.

Contemplar los animales en su hábitat, comer los frutos directamente de los árboles y andar, sobre todo andar y andar, fue el motivo que nada más entrar en la cama, quedara dormida al instante. Ni los truenos la molestaban, Unos de los tomates, el más grande, sintió que con aquellas vibraciones, en su parte inferior, comenzaron a salir unos diminutos palitos que aumentaban de tamaño con rapidez hasta convertirse en algo semejante a dos patitas. ! Increíble ! -pensó.

Movió una y después la otra y con aquel movimiento logró desplazarse unos centímetros. Luego dando un salto, se percató que estaba pisando el suelo de la habitación.

¡Eh hermanos! ¿habéis visto lo que puedo hacer?

El segundo tomate lo miró sorprendido, después miró para abajo comprobando que el también disponía de dos minúsculas patitas. Loco de contento imito a su hermano y juntos subieron hasta la boca del florero donde dormitaba el más pequeño.

¡Vamos dormilón, prueba a ver si tu puedes hacer lo mismo!

El pequeño tomate verde se desplazó y bostezando recriminó a sus hermanos el haberle despertado.

Prueba a mover una de tus patas! -gritaban animándolo-

A él también le funcionó aquel extraño sortilegio y los tres, reían y daban vueltas y más vueltas, estrenando los dos apéndices nuevos. En uno de sus saltos, fueron a parar encima del teclado del ordenador, que aquella noche debido al cansancio, la pequeña había dejado sin apagar. El tomate mayor, se posó sobre la letra -T- mayúscula, el mediano quiso la casualidad que tocara con sus miembros la -E-, el pequeñín en uno de sus saltos, sobre la – Q-; y así durante varios minutos.

El reloj del salón comenzó a dar los tonos de las doce de la noche. La cortinal del amplio ventanal se desplazó empujada por el viento enredándose en el jarrón donde había estado el tercer tomate verde, al caer el suelo, la niña se despertó y al encender la luz contempló a los tres tomates desperdigados por la alfombra.

¡Que lástima! Seguro se han dañado – balbuceó mientras los iba recogiendo- Todavía con ellos en sus manos, reposó la mirada sobre la pantalla del ordenador. Entre un desorden de letras, la sorprendió un párrafo en el que claramente se podía leer;

-Te queremos-

Sin llegar a comprender lo que leía, se restregó los ojos con la manga del pijama y volvió a leer el mensaje que le devolvía la pantalla.

-Te queremos-

En su cabeza se devanaba la sensación de haber soñado con que los tres tomatitos cobraban movimientos y danzaban por la habitación y en sus juegos se enredaban con las cortinas mientras un alo de luz inundaba la estancia. Pero la escritura del ordenador…a esto no le encontraba explicación. Mañana se lo contaría a su madre, pero seguro que esta terminaría dándole una explicación lógica y ella prefirió guardar el secreto, imaginando que la magia esta noche, había entrado por la ventana de su cuarto.

Abrió un cajón donde guardaba vistosos papeles de colores y envolvió juntos, en uno transparente de color azul, a los tres tomates verdes. Por supuesto que la niña no encontró en ellos nada extraño, más tímidamente, una vez acomodados dentro del celofán guiñaron uno de sus invisibles ojos y susurraron:

 ¡Objetivo conseguido! !Ya estamos otra vez los tres juntos.

Jamás llegaron a tener el precioso color característico de los tomates maduros.

Hasta donde yo llegué a saber, tampoco perdieron su lozanía, y la tersura en su piel se mantuvo en el tiempo. Inés tampoco llegó a tener alguna mascota que no fueran sus flamantes amigos verdosos, pues siempre dio por seguro que el mensaje escrito aquella noche de tormenta en su ordenador, procedía sin saber de que extraña manera, de sus amigos, los tres tomates verdes.

 

 

  ARROYUELO INCIERTO

 

Me absorto con tu discurrir alegre.

por el díscolo laberinto de la sierra,

formando pentagramas indelebles,

dibujados en los surcos de la tierra.

Lascivo, altanero y orgulloso,

desatando diatribas y protestas,

trimegisto, hacia la nada avanzas.

Incauto arroyuelo, gestado en una tarde de tormenta.

 

 

ABREGO

 

¡Qué daría yo, esta tarde,

por saber que grita el viento!.

Cuando silba en mis oídos

atropellado y reseco,

contándome historias vagas

sin que logre comprenderlo.

¡Qué daría yo, esta tarde,

por saber que dice el viento!.

Cuando aletea fantasías

ingrávidas, y forma hueco,

entre almohadones de seda

para amodorrar los sueños.

¡Qué daría yo, esta tarde,

por saber que piensa el viento,

y se convierte en suspiro

escapado de algún pecho.

¡Qué daría yo, esta tarde,

por saber que mira el viento!

Cuando se convierte en brisa

aunándose a otro viento,

y se convierte en suspiro

escapado de algún pecho.

Qué daría yo, esta tarde,

por saber que mira el viento!

Cuando se enreda en las bocas

que llegan a darse un beso,

colándose en las gargantas

ajenas por su embeleso.

¡Qué daría yo, esta tarde

por saber que busca el viento!.

Cuando llama a mi ventana

huracanado y violento

y se filtra entre mis sábanas,

como un amante en mi lecho.

¡Qué daría yo, esta tarde,

por saber que brama el viento!

Cuando en los pardos tejados

restriega como un obseso,

su furia desencajada

contra el alero convexo.

¡Qué daría yo, esta tarde,

por saber que oculta el viento!.

Cuando entre ráfaga y ráfaga

se cuela en el tronco abierto,

del olmo que en la vereda

yace dormitante y seco.

¡Qué daría yo, esta tarde,

por saber que encuentra el viento!

Cuando avivando las llamas

como un pirómano terco,

bailaba una danza burlona,

con las brasas de un incendio.

¡Qué daría yo, esta tarde,

por saber que siente el viento!.

Cuando palpa la metralla

en las heridas del muerto,

dormido entre la amalgama

de retorcidos siniestros.

¡Lo que daría esta tarde,

por saber que grita el viento!.

 

 

TIERRAS DEL SUR

 

Los vientos de otoño, golpeaban las mejillas labriegas con sus características rudezas; rostros maltratados por la canícula ya disipada, pero que habían dejado sus cicatrices un verano más como anillos indelebles de un árbol. Cuesta abajo, el mes de Septiembre cabeceaba trayendo consigo los primeros atisbos de lluvia. Con ellas, los verdes brotes de la grama, emergían del maltrecho suelo asolado por meses de sequía. Pendían de las pardas encinas, sus abultados frutos con la promesa de buena montanera para el ganado porcino, pero a Justo, el viejo encargado de “La Hontanilla”, lo que verdaderamente le preocupaba en aquellos momentos, era que el “señorito” por San Miguel, le prolongara otro año más el “ajuste”. Juana, su fiel compañera, solía despejar los nubarrones repitiendo mil veces, que don José era un buen patrón, que no los dejarían a su suerte, ya que les servían con entrega desde que eran unos mozos, que cualquier día aparecería como si tal cosa trayendo en el morral la “cabaña” –ración de tocino y embutidos de la matanza anual- lo que significaría la continuidad en sus puestos. Ella no recordaba bien desde cuando formaban parte de los empleados de aquel cortijo. Solía echar la vista atrás de vez en cuando, pero sólo encontraba con este desplazamiento, sudores, fatigas y muchas privaciones; a pesar de todo, animaba a Justo, hombre trabajador pero de pocas perspectivas. Te ahogas en un vaso de agua –le reprochaba en ocasiones- y él, entretenía su desánimo multiplicando los quehaceres.

A principios de Octubre, el ruidoso tintineo de unos centenares de ovejas, reconfortó la apatía del hombre. Iban precedidos por caballerías portando sobre sus aparejos, los enseres necesarios para la estancia de varios meses. Del cabestro de los animales, unos hombres con ropas amplias y albarcas como calzados, daban zancadas cansinas fatigados por el largo viaje. Era Ciríaco y sus muchachos, regresando un año más a los prometedores pastos de invierno en las tierras del sur. Traían sobre sus espaldas, el polvo acumulado en los tortuosos caminos pecuarios, espaciando kilómetros con breves descansos del ganado, en noches de intemperie bajo la climatología ocasional. Igual soportaron ventiscas y lluvias, que días agotadores atenazados con tórridos soles en su espacioso recorrido que a veces duraba casi un mes, rememorando así, (aunque quizás no conscientes) el ancestral trasiego desde tiempos íberos, pues según muchos tratados de historia, esta costumbre ya se ejecutaba tan remotamente. Atrás quedaban las inminentes nieves de las montañas y los páramos sorianos; áridos parajes donde la escasez de hierba en estos meses forzaba la trashumancia del redil. Justo salió al encuentro gozoso como un chiquillo. La venida de aquellos hombres, consolidaba su estancia una temporada más en la finca. Pronto vendría el dueño para cerrar el trato de la temporada y tendrían así, el pan asegurado ogaño.

En la lejanía, la sierra de “Las Cabras” se cubría con neblinas, mientras a sus pies, el arroyo “Majavaca”, dejaba correr los primeros hilillos de agua, que hasta ahora sólo había quedado retenida en minúsculas charcas casi evaporadas. Los habitantes del cortijo, quedaban conformados por dos gañanes, un manijero y en un anexo a este, la casilla de los porqueros; siendo sus moradores un joven matrimonio, con dos críos pequeños. Las noches en la finca eran monótonas y largas. Por esas fechas los días comenzaban a ser más cortos y la luz del día, se agotaba con la puesta del sol. Los inquilinos sorianos, confeccionaban chozos redondos con maderos de encina revestidos de juncia seca. Dentro del habitáculo, camastros del mismo material circundaban el interior con el único espacio vacío del centro, destinado a la lumbre. Unos candiles de carburo, eran las únicas fuente de energía con la que alumbraban las tediosas horas de nocturnidad; esto, y las historias verbales de hechos o hazañas vividas en su deambular por los distintos derroteros de arrendamiento. La visita de algunos de sus vecinos de la finca, acortaba el tiempo, mientras en la hoguera se preparaba unas frituras de cecina o unas gachas. Para estos hombres, la temporada de pastoreo en el sur, duraba hasta primavera, y su objetivo era economizar cuanto les fuera posible. Al llegar a sus pueblos de origen, contaban como hacían apuestas entre otros pastores trashumantes, para ver quienes habían hecho el mismo periodo con los mínimos gastos. Después el buen vino de su tierra premiaba tantos esfuerzos, Por eso no era extraño que su alimentación se basara en un buen desayuno y cena, aligerando los ruidos de sus estómagos durante el largo día con unos bocados de queso y pan.

Yo solía visitar la finca a la grupa de un caballo tordo, cuando mi padre se llegaba hasta allí como el administrador. Llevaba las ordenes de don José cuando este se desplaza a la capital (hecho muy frecuente), para llevar su despacho de abogacía. Sentía un inmenso placer acompañándolo, ya que esto me permitía corretear libremente por los prados sin las limitaciones que el ojo visor de los adultos me imponía. Aquél otoño, hice particular amistad con el zagal que el soriano Ciríaco dijo era sobrino de su mujer, recuerdo este dato, porque el muchacho me hablaba asiduamente de la extrañeza que le producía la separación de aquél ser idealizado por la nostalgia –su madre-. Creo que esto motivó la empatía que circuló entre ambos, pues mi presencia le confería feminidad entre el grupo de agrestes pastores. El aislamiento con los mayores, desarrollo su interés por la naturaleza, transmitiéndome observaciones que para mí se brindaban desapercibidas. Aprendí junto a él, a observar libar a las abejas que pululaban cerca del colmenar situado junto a la alta pared de la huerta, donde crecían abundantemente los tréboles silvestres, los tomillos y romeros y un sinfín de árboles frutales; su devenir me entusiasmaba hasta el extremo de aproximarme peligrosamente a las pequeñas ranuras de entrada. Eran cilindros de corcho tapados en su parte superior con maderas de chopo a las que se ajustaban losas de piedra de considerables dimensiones para impedir en tiempos de lluvia, que calase el interior. Muchas horas pasamos en las proximidades de la inmensa charca serpeada de espadañas esperando el despiste de alguna rana; nos lanzábamos sobre ella al desquite y así poder juguetear mientras forcejeaba con la intención de volver cuando antes al cenagal.

Caminábamos una tarde ya bien entrado Noviembre, por los eriales cercanos al viejo olivar, cuando detuvo mis pasos invitándome a guardar silencio con la punta de sus dedos sobre los labios; con un gesto, señaló unos carrizos, en aquel momento, levantó el vuelo un ave de plumaje castaño, del que sólo me llamó la atención el abultado tamaño de su cabeza, el muchacho recriminó mi falta de atención, ya que el pájaro voló, porque yo produje un fuerte ruido al chocar mis zapatos con unos cantos rodados y precipitarlos cuesta abajo, luego, nos aproximamos hacia el lugar. En un pequeño hoyo sembrado de piedritas blanquecinas casi imperceptibles por el mimetismo con el paisaje, dos huevos perfectamente camuflados por el entorno, brindaban su aspecto desprovisto de toda protección. Cuando al anochecer, cercanos a la lumbre en la choza de los pastores, sentada en las rodillas de mi padre, contamos a los reunidos nuestra pequeña aventura, el anciano soriano, relató algunas historias sobre el enigmático pájaro y las costumbres gregarias del ave; se trataba de un alcaraván. Supe de su cautela, del parecido de ambos sexo, de los ritos de cortejo con fuertes choques de pico y arqueos de plumas, lo benefactor de sus hábitos alimenticios, ya que básicamente su dieta se compone de insectos, caracoles, y algún que otro roedor menor. Quiso hacernos una demostración invitándonos a salir fuera de la choza. Atolondrados le seguimos sólo por no llevarle la contraria. Tras unos instantes en silencio, un extraño ruido sonó a unos metros de nuestra inmovilidad; dos inmensos ojos amarillos se asombraban de nuestra presencia, tanto, como nosotros de la suya. Cuando intentamos un gesto para cogerlo, voló unos metros agazapándose de nuevo a ras de tierra. Varias veces repetimos, con los mismos resultados, después, se perdió en la penumbra de la noche. Poco más tarde, al relatar lo ocurrido en la reunión, aclaró mi padre que aquello era ir a la caza de “gamusinos” o “engaña bobos”, pues por más que se pretendía dar caza al ave, esta como a sabiendas, jugaba con el cazador.

Mi amistad con Julio –el zagal- terminó cuando se avistó la primavera. Igual que llegaran un día de Octubre, cargaron los enseres, desvencijaron el aprisco, y arreando al ganado, los pastores sorianos marchaban una mañana dejando en mi corazón de niña, el mal sabor de la pérdida de tan sentida confraternidad. Las desazones en la infancia cicatrizan con facilidad si se puede rellenar el tránsito con nuevas expectativas. Yo, conseguí minorizar el vacío debajo por mi amigo, frecuentando con más asiduidad, el hogar compartido por Justo y su mujer, ya que su hija –María- asistía al mismo colegio que yo. Durante el curso, había estancia en casa de una hermana de su madre; mujer hacendosa que carecía de descendencia y era viuda de guerra. Esta acogía de mil amores la presencia de la niña, ya que distraía el tedio de su monotonía y colmaba su frustrada maternidad.

Cada anochecer, Justo se desplazaba con una vieja calesa para recogerla, y cada mañana la devolvía a casa de su tía para asistir al colegio. El tesón y la voluntad de María, a veces, me sobrecogía. Las escasas comodidades de que disponía para desarrollar sus estudios, la tenue luz que proyectaba el ennegrecido candil de aceite forjado en hojalata pendiendo del techo por un largo alambre, o la vieja mesita de madera de chopo sobre la que apoyaba los codos devorando los escasos libros que disponía, se mezclan en mis recuerdos, desdibujados en la lejanía del tiempo con la aureola y la serga que supone en quien el deseo de superación, sobrepasa cualquier obstáculo o contratiempo.

Hace un mes, encontré a María por casualidad, cuando tomaba un café en la terraza del bar situado en el centro de “El Llano” de Pueblonuevo. Ella buscó acomodo en la mesa contigua, sin percatarse de mi presencia. Había pasado inexorablemente el tiempo modulando nuestros cuerpos y nuestros rostros; más no había logrado borrar la expresión chispeante de su mirada, ni el singular y elegante gesto de sus ademanes. Llamé su atención. La emotividad del encuentro provocó el brillo en nuestros ojos dejando caer alegremente sendas lágrimas que resbalaron sin detención por nuestros rostros. Sin meditarlo y creo que irremediablemente, volvimos a “La Hontanilla” de la mano de nuestras nostalgias infantiles.

-Jamás he vuelto a contemplar atardeceres como aquellos- me dijo sumergiéndose en la nube melancólica que nos suele cubrir cuando recordamos pasados felices-. Ni he podido borrar los olores de las eneas y el mastranto tan pródigos en las riberas de “Majavaca”, aquellas mañanas cuando con los primeros rayos del sol, corríamos alborozadas para extraer de los pequeños desniveles de su cauce, los cañaverales de junco que los gañanes habían colocado la noche anterior. Añoro aún el sedoso contacto de sus plateadas escamas y lo que suponía ver la cara satisfecha de mi madre, al poder solucionar en parte, el menú de aquel día.

Fuimos desmenuzando los recuerdos, en las casi dos horas que mantuvimos de animada conversación. Nuestros largos paseos estivales, en dirección a “La Oropesa”, finca colindante con “La Hontanilla”, por aquel camino rebosante de cantuesos y aulagas en flor, a lomas de la burra Morena, asno bien añado, dócil y apacible, que soportaba resignado el peso de nuestra juventud y las mil jugarretas que nuestra inconsciencia le deparaba. Solíamos descansar al borde del arroyuelo “La Gargantilla”. Allí dábamos rienda sueltas a las mil fantasías previstas para nuestra vida posterior. Ella soñaba en complementar sus estudios con el acceso a Bellas Artes. Describía las fisuras del paisaje, la policromía de la dehesa, con el acierto y el énfasis de la gran artista que con el devenir del tiempo se convertiría. Con su entusiasmo y decidida a tal fin, cosecho año tras años las becas que facilitarían su logro. Hoy tiene montado su estudio en Fuenteobejuna, por que ese objetivo, ya se lo marcó en aquellos lejanos días. Cuando lo hubiera conseguido, ella no saldría de su tierra –solemnizaba muy segura- aunque por razones obvias en la repercusión de su trabajo (exposiciones, congresos) ha de desplazarse continuamente, su razón de ser, es regresar a sus orígenes, el motor fecundo para desarrollar su obra.

Se había ocultado el sol. La vieja torre de la fábrica papelera, se difuminaba en al arrebolado atardecer. En el reloj de la torre de la parroquia de Santa Bárbara, sonaron unas campanadas, María recogió el móvil que dormitaba sobre la mesa, lo guardó en el bolso de loneta azul, y nos confundimos en un arrebatador abrazo. La vi alejarse por el bulevar del parque. A la altura del monumento al minero, giró la cabeza. Un alo de nostalgia invadió nuestros corazones. Volveríamos a encontrarnos, pero esta separación era análoga a aquella que nos distanció de nuestra infancia y primera juventud. Aunque volvamos a contactar con el recuerdo, la ausencia de poder palpar los momentos vividos, quedaran diluidos irremisiblemente en la opacidad de tiempo.

 

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Félix Rodríguez Durán. (Relatos)

Félix Rodríguez Durán

INVENTOS IMPORTANTES

 

Hay que remontarse muy atrás en el tiempo, para encontrar al inventor del primer «water» de la historia, un francés ligero de vientre y de punto más bien suelto; que harto de las broncas de su madame, porque llegaba a casa con los bajos y zapatos impresentables, debido a su problema ya comentado, se vió en la necesidad de inventar el dichoso aparato sanitario.

En estos tiempos de tecnología, los americanos acaban de mejorar el citado invento, con muchísimas novedades, televisión, música, peces, etc, creo se les ha olvidado algún detalle (cajero automático, o una fregona por abajo con un mecanismo, para dejarnos limpito las partes más oscuras).

 

 

EL VUELO DEL RELOJ

 

Patricio era una excelente persona, honrado, trabajador, muy buen padre y excelente esposo, muy bien considerado en su empresa siempre dispuesto a echar una mano a cualquiera, pero después de cuarenta años de trabajo, estaba deseando pasar a mejor vida, no al cementerio, no seaís mal pensados, él considera pasar a mejor vida no tener que seguir fichando a las siete de la mañana, poder quedarse en casa con su querida esposa y sus hijos, poder disfrutar del merecido descanso, salir de vacaciones con su familia, en fin disfrutar de la vida después de tantos años de trabajo y tantas estrecheces económicas, ya que los sueldos en su empresa después de la jodida crísis habían sido recortados; la única ilusión que le quedaba, era la promesa que le había hecho a su esposa: («el día que me jubile, verás donde va a ir a parar este jodío despertador, que me ha estado dando la castaña durante cuarenta años, va a salir volando por la ventana»).

Ese tan esperado y deseado vuelo del despertador, estaba a punto de realizarse, calculó mentalmente y descubrió que estaba a 259.200 segundos, que dividió entre 60, quedándose a 4.320 minutos, volvió a teclear mentalmente la división entre 60, y resultó que estaba a 72 horas o sea a 3 días de su tan deseada jubilación, también se dió cuenta, que a medida que bajaban las cantidades subía su estado de ánimo, y aún faltaba la guinda del pastel, que consistía en un premio que concedía su empresa a la permanencia y jubilación. Dicho premio consistía en un reloj de pulsera con un baño de oro y un crucero por el Mediterráneo para dos personas.

Pasados los 3 días, Patricio abandona con algo de tristeza su empresa al recordar los buenos ratos pasados con los compañeros de fatigas, pero alegre al mismo tiempo con su nuevo reloj y sus billetes para el crucero con su esposa, a la que besa y abraza cariñosamente al llegar a casa, al tiempo que le comunica que prepare las maletas para el fin de semana, van a realizar un crucero que le ha regalado su empresa. A continuación se quita la chaqueta que deposita en el resplado del sofá y comienza a desabotonarse la manga izquierda de la camisa, con idea de darle una sorpresa a Dolores y efectivamente, Dolores se sorprende y piensa (pues si viene éste con ganas de trabajar hoy) y rápidamente dice: Patricio no te quites más ropa pues tengo un tremendo dolor de cabeza, no Dolores, sí sólo quería enseñarte el reloj que me ha regalado la empresa.

Después de la comida, descansar un rato y reponerse de las emociones de su útlimo día de trabajo, Patricio ya sólo piensa en las pocas horas que le quedan para perder de vista a su enemigo «el despertador», que en breve, volará por la ventana, ventana a la que se asoma buscando algo de fresco ya que la tarde es calurosa y dejándola abierta para que éste entre y refresque algo la temperatura del interior de la vivienda. Al asomarse a la ventana, ve a escasos metros a su famoso vecino, con quien después de cuarenta años no se han dirigido la palabra en la vida (la estatua ecuestre del Gran Capitán, Don Gonzalo Fernández de Córdoba), bordeado de resfrescantes chorros de agua que alivian los rigores veraniegos y al mismo tiempo divisa la figura de un anciano, desarrapado, y mal vestido, tendido en un banco a la sombra de Don Gonzalo. Fija bien su atención en el citado anciano ya que éste no se cosca, parace que ni siquiera respira, y piensa: ¿estará borracho, le habrá dado un infarto?, por un momento se le ocurre llamar a emergencias, pero luego pensó: ¿y si me llaman a declarar, o hay alguna complicación y me joden el crucero por meterme a redentor?, (¡Ayyy Patricio!, si supieras la importancia de ese anciano en tu vida),  le dice su ángel de la guarda.

Por fin llega la tan ansiada hora, llama a Dolores para que vea como cumple la promesa de perder de vista a su enemigo despertador, ese que lo ha puteado cada día a las seis y media de la madrugada, durante cuarenta años, y comprueba como pesa, y piensa, lo pesado que ha sido, y también que después de cuarenta años de servicio, también se merece un viaje, pero éste va a ir volando. Se aproxima a la ventana, que dejó abierta por la tarde, y con todas sus fuerzas apunta a la cabeza del vecino famoso y orgulloso, que no le ha dirigido la palabra en cuarenta años, al mismo tiempo que grita: ¡¡buen viaje-vuela¡¡.

Don Gonzalo siente un golpe en su cabeza, pero como la tiene dura no piensa cambiar de idea y hablarle ahora si quiere que el hable que venga con otros modos, pero varios viandantes si han oído una gran voz, como llamando a una abuela, han visto volar algo brillante, que ha caído y se ha clavado en la sien derecha de un anciano que parece que ha muerto en el acto, y algunos de los viandantes también dicen haber visto a Don Gonzalo saludar marcialmente, llevándose la mano derecha a la cabeza.

Inmediatamente aparece una pareja de la Guardia Civil, que después de algunas indagaciones, llaman al piso de Patricio al que comunican que queda detenido cautelarmente por el asesinato de un anciano, ya que han detectado por la grabación de una cámara de vídeo del banco de la esquina que de su domicilio ha salido a gran velicidad un objeto volante no identificado, (estos guardias están locos, piensa para si Patricio), un ovni en mi casa.

Después de varias horas de trámites burocráticos, Patricio y Dolores se abrazan llorando su mala suerte, por el inicio de tan nefasta jubilación y por la pérdida del crucero. El carcelero, esposa a Patricio y lo acompaña a su celda, cierra la puerta de dicha celda, cayendo una gran barra de hierro que sirve de seguro para evitar la apertura de la puerta, el estrépito de la gran barra metálica despierta a Patricio sudando con los ojos desencajados gritando: «un abogado, quiero un abogado», estos gritos despiertan a Dolores, quien muy cabreada dice: «Patricio, es la segunda vez en un mes que me despiertas con tus pesadillas, deja ya de obsesionarte con la jubilación coño, si llevas cuatro meses en la empresa, que sepas que la próxima vez que me despiertes te vas a dormir con tu abuela».

 

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Victoria Damián Triviño. (Relatos)

Victoria Damián Triviño

LA LUZ DE MI INFANCIA

 

Un largo y fresco pasillo nos conduce al patio. Al fondo “el pozo de la Mora” – el tiempo lo ha empequeñecido-.

Casi a diario, la abuela lanzaba la advertencia de peligro: “prohibido asomarse”, prohibición que ante mi curiosidad, no parecía suficiente, así que me dio una poderosa razón.

Dijo: -Mira, dentro del pozo vive “la Mora”, si te asomas, te cogerá por los pelos y te arrastrará a la oscuridad del fondo-.

A mí, que no me faltaba imaginación, rápidamente puse cara a la “la Mora” y, me vi envuelta en un remolino de burbujas que cortaban la respiración, arrastrándome a un fondo que no tenía fin. Lo que sí tuvo fin, fue mi curiosidad.

Había en el patio tres grandes parras; una de uvas negras muy dulces, las otras dos, de uvas rojas, carnosas y jugosas. Sus verdes hojas trepadoras, cubrían el artesanal emparrado. Bajo su refrescante sombra, pasé las largas horas de siesta resguardada de “la madre del sol”, otra señora de la que también la abuela, me puso en alerta.

Dijo: -Coge a los niños que se atreven a salir al sol a estas horas, y los quema-.

Respetando las advertencias de la abuela, limité mis juegos a la parte del patio cubierto por las parras; así fueron los insectos lo que empezaron a formar parte de mi entretenimiento, los observaba y ayudaba en lo que podía. A las hormigas, les daba comida y a las arañas, las dejaba sin comer, algo que no podía evitar. Cuando algún intruso osaba posarse en su tela, ella salía del agujero; gordita, peluda, y con rapidez los inmovilizaba cubriéndolo con su pegajosa seda; entonces y no antes, intervenía yo; daba con un palillo a la araña que corría a esconderse y, rápido liberaba al rehén.

Así iban pasando las horas de más calor; entonces se incorporaba a nuestro grupo “Lana” estirando sus patas, desperezándose lentamente de la siesta, que acostumbraba a dormir tendido en mitad del pasillo fresco y oscuro de la casa. “Lana” era el perro del abuelo, le pusimos ese nombre por tener el pelo rizado como las ovejas. Todas las mañanas me iba a despertar; entraba despacio en la habitación, se acercaba a la cama y golpeaba con sus patitas lanudas hasta enganchar la colcha y tirando de ella, conseguía despertarme. Juntos iniciábamos una rápida carrera hacia la cocina; anunciábamos la llegada gritando:

¡Abuelooooo!.

¡Guau!, ¡guau! – ¡guau!.

Él nos esperaba al final del pasillo para levantarme con sus fuertes brazos en el aire. El abuelo aprovechaba las excursiones al campo para enseñarme a conocer y respetar la naturaleza; nos mostraba los secretos y señales que ella utiliza para comunicarse con nosotros; así aprendí a leer en las hojas de los árboles, a escuchar e interpretar el viento, el aspecto de las nubes, a saber la proximidad de la tormenta por el movimiento nervioso de los corderos; en los días imposibles en los que el frío y la lluvia se hacían dueños de las calles y los campos, sentados alrededor de la mesa camilla, él dibujaba dando color a mi imaginación con fantasías e interminables historias con finales felices; mientras “Lana”, dormía plácidamente al calor de la vieja salamandra.

Hoy el abuelo, naufraga en su memoria enredado por el viento del alzhéimer que alejó todos sus recuerdos, apagando poco a poco la luz de su mirada.

Sentada junto a él, cojo sus entregadas manos para recorrer el pasado al evocar los recuerdos. El resol de la tarde refleja en su rostro la luz de mi infancia.

 

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Dolores Agredano Magarín. (Poesías)

Dolores Agredano Magarín

MADRE Y TIERRA

 

Erguida como un junco,

preñada de esperanza

voy lavando los surcos

para que el fruto nazca.

Se alternaron cosechas

en distintas etapas

unas ricas en frutos,

otras baldías, vanas

con la suma de todas

yo me sentí premiada.

Doblada cual espiga

que espera ser cortada

espero mi final

tranquila y sosegada.

Aún siento la alegría,

no pierdo la esperanza

y siento que se funden

la tierra y mis entra

y sé reina mientras vivas.

Que yo te he de conducir

para que aprecies la vida.

 

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Teresa Casado Montenegro. (Cuentos, Poesías)

Teresa Casado Montenegro

 EL PERRITO CACHIRULO

 

Soy un perrito muy pequeñito y me tienen todo el día en casa metido, y cuando me sacan, es cogido de la correa; estoy cansado de esta vida que llevo.

Me voy a esconder detrás de ese mueble y cuando abran la puerta me escapo.

Viene la vecina. !Ésta es la mía!. Hala, me escapé!;— tengo ganas de hacer pis. Ahora me lo hago en la puerta de la vecina que tanto me hace rabiar.

Ay! !que bruta, me ha pegado un puntapiés y me ha dicho chuchoooo…!. Si ella sabe que me llamo “Cachirulo”.

Parece que hace frío, voy a echar una carrera, por la acera, así no me pillan los coches, por esta calle, ahora por ésta, ahora por la otra de enfrente, y ahora me voy a ese parque.

Andaaa, está ahí el perro ese grande que siempre me quiere morder. ¿Dónde me meto?; aquí en estas flores no me ve. No se va, y me estoy quedando helado. Uff… Menos mal que se ha ido.

Es ya de noche y estoy tiritando de frío.  Tengo hambre, y ¿dónde como yo ahora?, aquí no hay comida.

Voy a ver por esta calle; Uhhh… aquí huele bien, y se  ven mesas con comida, pero hay mucha gente.

¿Como voy a comer yo?. Voy a ver si se descuidan y miran para otro lado, me subo en la silla y me llevo una salchicha-…. me gustan tantooo…

¡Ay, ay ! Que tortazo me han pegado, si yo sólo quería comer, “que tengo hambre”.

No se que voy a hacer, me he perdido y no se ir a casa. Ya es de noche, !Qué miedo tengo!. Me meteré en esta puerta.

Ya es de día, estoy helado y no he podido dormir nada…¡Qué desgraciado!, con lo calentito que estaba yo en mi alfombra.

¡Ay!, esa es Juanita, me está buscando, ¡Qué alegría tan grande! (Guauu, Guauuu)

Prometo que no me volveré a escapar.

 

 

VIRGEN DE GRACIA

 

Siempre te recordaré

no la olvidaré en la vida;

esa mañana de Abril,

a las claritas del día.

Las campanas repicaban,

repicaban con alegría,

al Rosario de la Aurora,

la Virgen de Gracia,

de la Parroquia salía.

Majestuosa, guapa y linda,

el lucero de la mañana,

de una nube salía;

le fue alumbrando la cara,

esa cara de rosa fina.

Los soldados la llevaban,

por las calles de esta villa;

orgullosos la mecían y la mecían;

rezándole el Padre Nuestro,

cantándole el Ave María.

¡Qué orgullosa iba ella,

la calle Córdoba arriba!.

Una bandada de palomas blancas,

que en los tejados dormían,

volaban bajando el vuelo,

dándole los buenos días.

Era una emoción tan grande,

que en mi pecho no cabía,

lágrimas cristianas,

corrían por mis mejillas.

Fuente Obejuna te adora,

te adora y te necesita,

¡échanos la bendición Virgen de Gracia!,

¡Virgen de Gracia bendita!.

 

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Marí Nieves Mellado Caballero. (Relato)

Mari Nieves Mellado Caballero

AÑORANZA DE OTROS TIEMPOS

 

… Los tres amigos siguieron el curso del regajo completamente seco.

En el lugar donde antaño hubo una alameda, apenas quedaban restos de lo que fue.

En otros tiempos, su cuenca era un remanso cálido y húmedo, protegido de los rayos del sol y la frescura que el agua le ofrecía.

Esbeltos álamos que se elevaban hacia el cielo y aferrándose a sus troncos, trepaban las zarzas y madreselvas.

El mastranzo, los berros y el poleo aportaban al entorno una nota de colorido y olores.

Ya todo ha cambiado; tan sólo queda algunos vestigios de cómo fue en otros tiempos.

En silencio, continuaron el descenso poco pronunciado del terreno, hasta llegar donde se unen el arroyo Valde-Higuera, con el Buen-Seguro.

Cansados, se sentaron a la sombra de unos álamos jóvenes y escuálidos.

Era media tarde, de un día de finales del mes de agosto, el calor era sofocante.

Contemplando el panorama, uno de los amigos se quedó ensimismado; hacía muchos años que faltaba del lugar, y no podía creer lo que sus ojos le estaban ofreciendo.

Era increíble pensar, en un pasado no muy lejano, en esa misma época del año, que difícilmente se podría cruzar a la otra orilla, y ahora el lecho estaba completamente seco y la tierra resquebrajada.

Cerró los ojos, y por un momento en su recuerdo, pudo ver cómo fue aquel paisaje.

El rumor de sus aguas cristalinas de las que tantas veces bebió. Sus charcas profundas, llenas de vida, donde saltaban ranas y galápagos ante cualquier perturbación.

Recordó el majestuoso vuelo de la libélula, que se posaba esplendorosamente sobre las aguas, para luego volver a remontarlas.

Los peces que de todos los tamaños saltaban corriendo abajo.

El olor de las huertas cercanas, que desprendían la fragancia de las hortalizas y frutas maduras.

La sombra alargaba de los álamos, fresnos, chopos y otros árboles y arbustos de ribera que acompañaban el curso del arroyo, y que servían de cobijo a jilgueros, ruiseñores, que unían sus trinos con el murmullo de las agua.

Todos los recuerdos le produjeron una gran tristeza y melancolía.

Sus amigos, lo devolvieron a la cruda realidad.

-¿Qué recordabas?, le preguntó el otro amigo.

¡No podéis imaginaros lo que en otros tiempos fueron estos parajes!.

… Cuando yo era joven, vivía cerca de aquí, y venía con frecuencia a respirar esta paz.

Así, así fue como Juan, de regreso a la aldea, recordó con nostalgia otros paseos junto al pequeño arroyo.

 

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Pilar Paños Paños. (Poesías, Relatos)

Pilar Paños Paños

   SÍNDROME DEL NIDO VACÍO

 

Te quiero,

Y me duele en el alma vivir sin tu presencia.

Añoro acariciarte,

y besarte tu frente despejada.

Contemplar tus ojitos azul cielo,

despertarte diciéndote. Te quiero.

Y me duele,

Cuando cierro la puerta cada noche,

y voy hacia tu lecho

que ha quedado vacío,

como tu lo dejaste al volar hijo mío.

Me consuela

que vivas muy feliz y realizado

y doy gracias,

porque aprendiste a ser bueno y honrado.

 

 

    QUIERO ESCRIBIR UN LIBRO MUY HERMOSO

 

Quiero escribir un libro muy hermoso,

en la bóveda azul del firmamento.

Irá la luna llena en la portada,

en la contraportada, un solo intenso.

Mi tinta será el agua cristalina,

mi pluma el dulcecito y suave viento.

por letras pondré rosas, corazones,

manos blancas y labios sonriendo;

Y en ese idioma claro, universal,

todos sin excepción, podrán leerlo.

Lo ilustraré con notas musicales,

dibujando sonoros elementos,

y divinos paisajes de esperanza

en los que no trascurre nunca el tiempo.

En él quiero contar muchas historias,

que hablen de gente humilde y hombres buenos.

Héroes y heroínas silenciosos,

a los que no premiaron ni aplaudieron.

Contaré de la guerra, la miseria,

la injusticia terrible, el sufrimiento.

Todo esto subrayado y con alarma,

para que de verdad lo erradiquemos.

Hablaré, a los pequeños del futuro;

imaginándolo distinto, nuevo,

sin conflictos, ni odios o rencores,

un remanso de paz tranquilo y bello.

Y evocaré recuerdos del pasado,

para que lo revivan nuestros viejos.

Llamaré la atención del solitario,

invitándole a que haga amigos nuevos;

y pondré intermitente a la esperanza,

hablándoles de Dios a los enfermos.

Les diré de su amor y su grandeza,

de la paz que se siente al conocerlo.

Si te abres a él cuando estás triste,

encontrando su luz y su consuelo.

Terminaré contando de mi vida,

expresando a la gente lo que siento;

diré que soy feliz porque amo mucho,

y que amor yo recibo al mismo tiempo.

Tengo una gran familia, tengo amigos,

vivo tranquila aquí en mi lindo pueblo,

mi espíritu renace cada día,

y aviva mi ilusión, pues ¡qué más quiero!.

Quiero escribir un libro muy hermoso

en la bóveda azul del firmamento.

 

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Isabel Benavente Ramírez. (Poesía)

Isabel Benavente Ramírez

   SOLLOZOS

 

Por el arroyuelo abajo

va llorando una mujer,

¡Madre!, ¿qué pasa en este mundo?

Yo, no lo puedo creer.

Le he preguntado, ¿qué te ha pasado mujer?

Si pudiera hablarte.

Si alguien me escuchara.

Si alguien pudiera calmar este dolor de mi alma…

Le diría, tantas cosas,

tantas cosas…

Porque aunque él mi carne ha lacerado,

mi corazón ha herido,

mi voluntad y orgullo ha doblegado,

con la traición ardiente de una daga.

Sólo se llorar y recordar que…

¡lo amo!, y no me puedo apartar de él.

Soy esclava de sus caprichos y abrazos.

Y se desgarran las notas

de esos sollozos al viento,

que en los recodos del río

se multiplican en ecos.

Y yo, sólo al escucharla

se me entrecorta el aliento,

y siento una rabia interna

que me estremece por dentro.

Como queriendo vengarla

y enfrentarme a su agresor,

a ese miserable ser

que seguro se ha olvidado

que nació de una mujer.

La veo tan desvalida

que siento un impulso fuerte

de poderla consolar.

Yo me acerco muy despacio

y le susurro al oído:

mira correr este río, y tú te vas a alegrar

inhalando este fragancia de las flores

que ahora crecen en su orilla.

¡Escucha!, y siente la brisa

y el cantar del ruiseñor.

Olvídate del pasado.

y estrecha esta mano amiga.

Deja ya de ser esclava

y sé reina mientras vivas.

Que yo te he de conducir

para que aprecies la vida.

 

TRAS EL TORRENTE

   Es el primer libro que escribe Isabel Benavente en el año 2011.Es una obra marcada por la ternura y sensibilidad plena de espiritualidad en la que están presente reminiscencias de la propia infancia.

   Es un libro sencillo en su lectura y comprensión, donde la autora e ilustradora ha regalado sus sentimientos y amor a la literatura en sus años de jubilada, retomando una pasión por la escritura, que la ha permitido hacerlo en estos tiempos.

EL VALLE DE LOS PRODIGIOS

Cartel anunciado de la presentación del libro "El valle de los prodigios".

Cartel anunciado de la presentación del libro «El valle de los prodigios».

   Presentado en el Palacete Modernista de nuestra villa el 21 de noviembre de 2014, Isabel Benavente Ramírez  nos ofrece un nuevo libro de su autoría titulado «El valle de los prodigios», donde encontramos nuevas historias en la percepción de esta escritora y miembro del Club de Lectura de nuestra villa, que sin lugar a duda, se está abriendo caminos literarios con esta segunda obra.

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Josefina Montero Ramos. (Relatos y Poesías)

 

Josefína Montero Ramos

Josefína Montero Ramos

En el aula de un colegio, al terminar las clases, le dijo la profesora a sus alumnos – Mañana quiero que traigáis anotado lo más importante que os ha pasado durante el día, y hacéis una redacción que os puntuará para vuestros exámenes. Carlitos era un niño traviesillo, inteligente y muy dicharachero, pero el día, por más que le daba vueltas, fue como siempre. Por la noche llegó su madre a la habitación, para darle un beso y desearle las buenas noches y lo notó tenso y pensativo; le preguntó:

¿Te pasa algo, hijo mío?  Y el niño le respondió: “Mamá, la maestra nos ha dicho que hagamos una redacción sobre lo especial que me ha ocurrido en el día, y yo lo he notado como siempre. Su madre lo incorporó en la cama, lo abrazó con cariño, y le dijo: ¿Quién ha dicho que hoy no ha pasado nada importante? Nos hemos levantado, hemos visto la luz del día, como es primavera, los pájaros cantaban con más alegría, el sol nos mandaba sus suaves destellos, muchos niños han nacido hoy, muchos médicos han intentado salvar muchas vidas, muchas familias, como la nuestra, estamos unidas, y hemos compartido conversaciones y alimentos distintos a los de ayer; te diría muchas más cosas, pero tienes cara de sueño. Da gracias a Dios del día, y mañana escribes eso en tu cuaderno.  Así lo hizo Carlitos y en su examen sacó buenas notas

El niño tenía 8 años.

 

 

El libro es como un amigo

lleno de sabiduría.

Nos enseña muchas cosas

son las que tiene la vida.

En mi infancia leía

los cuentos clásicos

Blancanieves, Cenicienta, Caperucita, Pinocho,

El mago de Oz, …, todos me hacían soñar.

encontrándome en un paisaje

muy difícil de alcanzar.

Al ser ya adolescente,

novelitas rosas; entre ellas Mujercitas, yo leía.

Luego al ser adulta,

me gustaba leer mucho, las novelas de Corín,

trataban de cosas sencillas,

y hablaban algo de amor;

como ella lo describía,

llegaban al corazón.

Ya – cuando he sido mayor -,

he aprendido algo más,

lo que grandes escritores,

nos han querido contar.

En nuestra gran biblioteca,

podemos siempre encontrar,

“El libro”, – que nuestras dudas,

nos ayuda a despejar.

Y como empecé termino,

cuando el ánimo decaiga,

y estés un poco agobiado,

refúgiate en un gran amigo,

y ten un libro a tu lado.

 

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María Balbina López Caballero. (Cuento)

María Balbina López Caballero

LA AVENTURA

 

Viajaba en la parte trasera de una vieja furgoneta. Se había escapado de las manos de su padrastro.

Miguel era un chico de unos 11 años, rubio, con los ojos claros, con unas pecas que favorecían su cara de pillo. Cuando murió su madre, quedó al cuidado de su padrastro, el cual nunca se había llevado bien con el chico

Después de una fuerte pelea, cogió sus pocas pertenencias y se fue a la aventura. Sentía mucha hambre, estaba fatigado, sucio… Cuando la furgoneta paró para descansar, Miguel se bajó y decidió fisgonear un rato. No tenía dinero per si un hambre como para comerse un león. Después de haber birlado un par de bocadillos y unos refrescos, decidió seguir su camino. Aquel pueblo era bastante pequeño y muchas casas estaban en ruinas y abandonadas. Miguel se refugió en una de ellas.

Poco se podía aprovechar de los utensilios que había dentro, pero bien le sirvió una vieja manta y un cojín. Por la mañana se bañó en un pequeño riachuelo que pasaba por allí y se apoderó de un par de pantalones y dos camisas que una pobre señora había tendido en la calle para que se secaran. Se buscaba la vida para comer, arriesgando su vida. Caminaba hacia la casa cuando oyó que alguien trasteaba sus pertenencias. Cogió un palo que había en el suelo y en silencio dirigió sus pasos hacía el rincón donde él dormía; estando ya cerca, levantó la estaca dispuesto a defenderse. Cuando se dio cuenta de que el que estaba armando aquel alboroto era un pequeño cachorrillo, decidió llamar a ese pequeño perro Valiente. Debía haber estado abandonado un par de días por lo hambriento que estaba. Lo bañó en el riachuelo y después se tumbaron al sol.

Después de una semana se aburría así que cogió a Valiente y se montaron en otra vieja furgoneta, esta vez la furgoneta llegó hacia un puerto. Miguel y Valiente se subieron sin ser visto un enorme barco; estuvieron escondidos durante muchas horas, pero el pequeño Valiente no pudo mas y se escapó así que los pillaron a los dos lo que no sabia Miguel es que el barco era un barco pirata, los tripulantes no sabían que hacer con el niño pero el capitán le hizo mucha gracia y lo tuvo bajo su protección surcando mares y atracando tierra. Robaban, mataban eran malvados, al niño no le gustaba nada lo que hacían pero si era verdad que lo trataban muy bien. El soñaba con ser capitán de un barco pero sin hacer las maldades que aquellos piratas hacían.

Fueron pasando los años y el niño en hombre se convirtió con su perro Valiente, un barco se compró y surcando los mares estuvieron muchos años. Aun si pasas por el mar y cierras los ojos podrás oír sus gritos de guerra y el ladrar de un perro. Valiente y Miguel dos viejos amigos marineros que buscando tesoros van de puerto en puerto rompiendo corazones buscando tesoros sin armar follones.

 

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