LA LUZ DE MI INFANCIA
Un largo y fresco pasillo nos conduce al patio. Al fondo “el pozo de la Mora” – el tiempo lo ha empequeñecido-. Casi a diario, la abuela lanzaba la advertencia de peligro: “prohibido asomarse”, prohibición que ante mi curiosidad, no parecía suficiente, así que me dio una poderosa razón. Dijo: -Mira, dentro del pozo vive “la Mora”, si te asomas, te cogerá por los pelos y te arrastrará a la oscuridad del fondo-. A mí, que no me faltaba imaginación, rápidamente puse cara a la “la Mora” y, me vi envuelta en un remolino de burbujas que cortaban la respiración, arrastrándome a un fondo que no tenía fin. Lo que sí tuvo fin, fue mi curiosidad. Había en el patio tres grandes parras; una de uvas negras muy dulces, las otras dos, de uvas rojas, carnosas y jugosas. Sus verdes hojas trepadoras, cubrían el artesanal emparrado. Bajo su refrescante sombra, pasé las largas horas de siesta resguardada de “la madre del sol”, otra señora de la que también la abuela, me puso en alerta. Dijo: -Coge a los niños que se atreven a salir al sol a estas horas, y los quema-. Respetando las advertencias de la abuela, limité mis juegos a la parte del patio cubierto por las parras; así fueron los insectos lo que empezaron a formar parte de mi entretenimiento, los observaba y ayudaba en lo que podía. A las hormigas, les daba comida y a las arañas, las dejaba sin comer, algo que no podía evitar. Cuando algún intruso osaba posarse en su tela, ella salía del agujero; gordita, peluda, y con rapidez los inmovilizaba cubriéndolo con su pegajosa seda; entonces y no antes, intervenía yo; daba con un palillo a la araña que corría a esconderse y, rápido liberaba al rehén. Así iban pasando las horas de más calor; entonces se incorporaba a nuestro grupo “Lana” estirando sus patas, desperezándose lentamente de la siesta, que acostumbraba a dormir tendido en mitad del pasillo fresco y oscuro de la casa. “Lana” era el perro del abuelo, le pusimos ese nombre por tener el pelo rizado como las ovejas. Todas las mañanas me iba a despertar; entraba despacio en la habitación, se acercaba a la cama y golpeaba con sus patitas lanudas hasta enganchar la colcha y tirando de ella, conseguía despertarme. Juntos iniciábamos una rápida carrera hacia la cocina; anunciábamos la llegada gritando: ¡Abuelooooo!. ¡Guau!, ¡guau! – ¡guau!. Él nos esperaba al final del pasillo para levantarme con sus fuertes brazos en el aire. El abuelo aprovechaba las excursiones al campo para enseñarme a conocer y respetar la naturaleza; nos mostraba los secretos y señales que ella utiliza para comunicarse con nosotros; así aprendí a leer en las hojas de los árboles, a escuchar e interpretar el viento, el aspecto de las nubes, a saber la proximidad de la tormenta por el movimiento nervioso de los corderos; en los días imposibles en los que el frío y la lluvia se hacían dueños de las calles y los campos, sentados alrededor de la mesa camilla, él dibujaba dando color a mi imaginación con fantasías e interminables historias con finales felices; mientras “Lana”, dormía plácidamente al calor de la vieja salamandra. Hoy el abuelo, naufraga en su memoria enredado por el viento del alzhéimer que alejó todos sus recuerdos, apagando poco a poco la luz de su mirada. Sentada junto a él, cojo sus entregadas manos para recorrer el pasado al evocar los recuerdos. El resol de la tarde refleja en su rostro la luz de mi infancia.
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Victoria Damián Triviño. (Relatos)
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1 comentario
Entrañable relato que nos lleva a infancia de nuestro pueblo, sencilla pero a la vez rica en detalles y sensaciones que siempre nos acompañan.