TIERRAS DEL SUR
Los vientos de otoño, golpeaban las mejillas labriegas con sus características rudezas; rostros maltratados por la canícula ya disipada, pero que habían dejado sus cicatrices un verano más como anillos indelebles de un árbol. Cuesta abajo, el mes de Septiembre cabeceaba trayendo consigo los primeros atisbos de lluvia. Con ellas, los verdes brotes de la grama, emergían del maltrecho suelo asolado por meses de sequía. Pendían de las pardas encinas, sus abultados frutos con la promesa de buena montanera para el ganado porcino, pero a Justo, el viejo encargado de “La Hontanilla”, lo que verdaderamente le preocupaba en aquellos momentos, era que el “señorito” por San Miguel, le prolongara otro año más el “ajuste”. Juana, su fiel compañera, solía despejar los nubarrones repitiendo mil veces, que don José era un buen patrón, que no los dejarían a su suerte, ya que les servían con entrega desde que eran unos mozos, que cualquier día aparecería como si tal cosa trayendo en el morral la “cabaña” –ración de tocino y embutidos de la matanza anual- lo que significaría la continuidad en sus puestos. Ella no recordaba bien desde cuando formaban parte de los empleados de aquel cortijo. Solía echar la vista atrás de vez en cuando, pero sólo encontraba con este desplazamiento, sudores, fatigas y muchas privaciones; a pesar de todo, animaba a Justo, hombre trabajador pero de pocas perspectivas. Te ahogas en un vaso de agua –le reprochaba en ocasiones- y él, entretenía su desánimo multiplicando los quehaceres.
A principios de Octubre, el ruidoso tintineo de unos centenares de ovejas, reconfortó la apatía del hombre. Iban precedidos por caballerías portando sobre sus aparejos, los enseres necesarios para la estancia de varios meses. Del cabestro de los animales, unos hombres con ropas amplias y albarcas como calzados, daban zancadas cansinas fatigados por el largo viaje. Era Ciríaco y sus muchachos, regresando un año más a los prometedores pastos de invierno en las tierras del sur. Traían sobre sus espaldas, el polvo acumulado en los tortuosos caminos pecuarios, espaciando kilómetros con breves descansos del ganado, en noches de intemperie bajo la climatología ocasional. Igual soportaron ventiscas y lluvias, que días agotadores atenazados con tórridos soles en su espacioso recorrido que a veces duraba casi un mes, rememorando así, (aunque quizás no conscientes) el ancestral trasiego desde tiempos íberos, pues según muchos tratados de historia, esta costumbre ya se ejecutaba tan remotamente. Atrás quedaban las inminentes nieves de las montañas y los páramos sorianos; áridos parajes donde la escasez de hierba en estos meses forzaba la trashumancia del redil. Justo salió al encuentro gozoso como un chiquillo. La venida de aquellos hombres, consolidaba su estancia una temporada más en la finca. Pronto vendría el dueño para cerrar el trato de la temporada y tendrían así, el pan asegurado ogaño.
En la lejanía, la sierra de “Las Cabras” se cubría con neblinas, mientras a sus pies, el arroyo “Majavaca”, dejaba correr los primeros hilillos de agua, que hasta ahora sólo había quedado retenida en minúsculas charcas casi evaporadas. Los habitantes del cortijo, quedaban conformados por dos gañanes, un manijero y en un anexo a este, la casilla de los porqueros; siendo sus moradores un joven matrimonio, con dos críos pequeños. Las noches en la finca eran monótonas y largas. Por esas fechas los días comenzaban a ser más cortos y la luz del día, se agotaba con la puesta del sol. Los inquilinos sorianos, confeccionaban chozos redondos con maderos de encina revestidos de juncia seca. Dentro del habitáculo, camastros del mismo material circundaban el interior con el único espacio vacío del centro, destinado a la lumbre. Unos candiles de carburo, eran las únicas fuente de energía con la que alumbraban las tediosas horas de nocturnidad; esto, y las historias verbales de hechos o hazañas vividas en su deambular por los distintos derroteros de arrendamiento. La visita de algunos de sus vecinos de la finca, acortaba el tiempo, mientras en la hoguera se preparaba unas frituras de cecina o unas gachas. Para estos hombres, la temporada de pastoreo en el sur, duraba hasta primavera, y su objetivo era economizar cuanto les fuera posible. Al llegar a sus pueblos de origen, contaban como hacían apuestas entre otros pastores trashumantes, para ver quienes habían hecho el mismo periodo con los mínimos gastos. Después el buen vino de su tierra premiaba tantos esfuerzos, Por eso no era extraño que su alimentación se basara en un buen desayuno y cena, aligerando los ruidos de sus estómagos durante el largo día con unos bocados de queso y pan.
Yo solía visitar la finca a la grupa de un caballo tordo, cuando mi padre se llegaba hasta allí como el administrador. Llevaba las ordenes de don José cuando este se desplaza a la capital (hecho muy frecuente), para llevar su despacho de abogacía. Sentía un inmenso placer acompañándolo, ya que esto me permitía corretear libremente por los prados sin las limitaciones que el ojo visor de los adultos me imponía. Aquél otoño, hice particular amistad con el zagal que el soriano Ciríaco dijo era sobrino de su mujer, recuerdo este dato, porque el muchacho me hablaba asiduamente de la extrañeza que le producía la separación de aquél ser idealizado por la nostalgia –su madre-. Creo que esto motivó la empatía que circuló entre ambos, pues mi presencia le confería feminidad entre el grupo de agrestes pastores. El aislamiento con los mayores, desarrollo su interés por la naturaleza, transmitiéndome observaciones que para mí se brindaban desapercibidas. Aprendí junto a él, a observar libar a las abejas que pululaban cerca del colmenar situado junto a la alta pared de la huerta, donde crecían abundantemente los tréboles silvestres, los tomillos y romeros y un sinfín de árboles frutales; su devenir me entusiasmaba hasta el extremo de aproximarme peligrosamente a las pequeñas ranuras de entrada. Eran cilindros de corcho tapados en su parte superior con maderas de chopo a las que se ajustaban losas de piedra de considerables dimensiones para impedir en tiempos de lluvia, que calase el interior. Muchas horas pasamos en las proximidades de la inmensa charca serpeada de espadañas esperando el despiste de alguna rana; nos lanzábamos sobre ella al desquite y así poder juguetear mientras forcejeaba con la intención de volver cuando antes al cenagal.
Caminábamos una tarde ya bien entrado Noviembre, por los eriales cercanos al viejo olivar, cuando detuvo mis pasos invitándome a guardar silencio con la punta de sus dedos sobre los labios; con un gesto, señaló unos carrizos, en aquel momento, levantó el vuelo un ave de plumaje castaño, del que sólo me llamó la atención el abultado tamaño de su cabeza, el muchacho recriminó mi falta de atención, ya que el pájaro voló, porque yo produje un fuerte ruido al chocar mis zapatos con unos cantos rodados y precipitarlos cuesta abajo, luego, nos aproximamos hacia el lugar. En un pequeño hoyo sembrado de piedritas blanquecinas casi imperceptibles por el mimetismo con el paisaje, dos huevos perfectamente camuflados por el entorno, brindaban su aspecto desprovisto de toda protección. Cuando al anochecer, cercanos a la lumbre en la choza de los pastores, sentada en las rodillas de mi padre, contamos a los reunidos nuestra pequeña aventura, el anciano soriano, relató algunas historias sobre el enigmático pájaro y las costumbres gregarias del ave; se trataba de un alcaraván. Supe de su cautela, del parecido de ambos sexo, de los ritos de cortejo con fuertes choques de pico y arqueos de plumas, lo benefactor de sus hábitos alimenticios, ya que básicamente su dieta se compone de insectos, caracoles, y algún que otro roedor menor. Quiso hacernos una demostración invitándonos a salir fuera de la choza. Atolondrados le seguimos sólo por no llevarle la contraria. Tras unos instantes en silencio, un extraño ruido sonó a unos metros de nuestra inmovilidad; dos inmensos ojos amarillos se asombraban de nuestra presencia, tanto, como nosotros de la suya. Cuando intentamos un gesto para cogerlo, voló unos metros agazapándose de nuevo a ras de tierra. Varias veces repetimos, con los mismos resultados, después, se perdió en la penumbra de la noche. Poco más tarde, al relatar lo ocurrido en la reunión, aclaró mi padre que aquello era ir a la caza de “gamusinos” o “engaña bobos”, pues por más que se pretendía dar caza al ave, esta como a sabiendas, jugaba con el cazador.
Mi amistad con Julio –el zagal- terminó cuando se avistó la primavera. Igual que llegaran un día de Octubre, cargaron los enseres, desvencijaron el aprisco, y arreando al ganado, los pastores sorianos marchaban una mañana dejando en mi corazón de niña, el mal sabor de la pérdida de tan sentida confraternidad. Las desazones en la infancia cicatrizan con facilidad si se puede rellenar el tránsito con nuevas expectativas. Yo, conseguí minorizar el vacío debajo por mi amigo, frecuentando con más asiduidad, el hogar compartido por Justo y su mujer, ya que su hija –María- asistía al mismo colegio que yo. Durante el curso, había estancia en casa de una hermana de su madre; mujer hacendosa que carecía de descendencia y era viuda de guerra. Esta acogía de mil amores la presencia de la niña, ya que distraía el tedio de su monotonía y colmaba su frustrada maternidad.
Cada anochecer, Justo se desplazaba con una vieja calesa para recogerla, y cada mañana la devolvía a casa de su tía para asistir al colegio. El tesón y la voluntad de María, a veces, me sobrecogía. Las escasas comodidades de que disponía para desarrollar sus estudios, la tenue luz que proyectaba el ennegrecido candil de aceite forjado en hojalata pendiendo del techo por un largo alambre, o la vieja mesita de madera de chopo sobre la que apoyaba los codos devorando los escasos libros que disponía, se mezclan en mis recuerdos, desdibujados en la lejanía del tiempo con la aureola y la serga que supone en quien el deseo de superación, sobrepasa cualquier obstáculo o contratiempo.
Hace un mes, encontré a María por casualidad, cuando tomaba un café en la terraza del bar situado en el centro de “El Llano” de Pueblonuevo. Ella buscó acomodo en la mesa contigua, sin percatarse de mi presencia. Había pasado inexorablemente el tiempo modulando nuestros cuerpos y nuestros rostros; más no había logrado borrar la expresión chispeante de su mirada, ni el singular y elegante gesto de sus ademanes. Llamé su atención. La emotividad del encuentro provocó el brillo en nuestros ojos dejando caer alegremente sendas lágrimas que resbalaron sin detención por nuestros rostros. Sin meditarlo y creo que irremediablemente, volvimos a “La Hontanilla” de la mano de nuestras nostalgias infantiles.
-Jamás he vuelto a contemplar atardeceres como aquellos- me dijo sumergiéndose en la nube melancólica que nos suele cubrir cuando recordamos pasados felices-. Ni he podido borrar los olores de las eneas y el mastranto tan pródigos en las riberas de “Majavaca”, aquellas mañanas cuando con los primeros rayos del sol, corríamos alborozadas para extraer de los pequeños desniveles de su cauce, los cañaverales de junco que los gañanes habían colocado la noche anterior. Añoro aún el sedoso contacto de sus plateadas escamas y lo que suponía ver la cara satisfecha de mi madre, al poder solucionar en parte, el menú de aquel día.
Fuimos desmenuzando los recuerdos, en las casi dos horas que mantuvimos de animada conversación. Nuestros largos paseos estivales, en dirección a “La Oropesa”, finca colindante con “La Hontanilla”, por aquel camino rebosante de cantuesos y aulagas en flor, a lomas de la burra Morena, asno bien añado, dócil y apacible, que soportaba resignado el peso de nuestra juventud y las mil jugarretas que nuestra inconsciencia le deparaba. Solíamos descansar al borde del arroyuelo “La Gargantilla”. Allí dábamos rienda sueltas a las mil fantasías previstas para nuestra vida posterior. Ella soñaba en complementar sus estudios con el acceso a Bellas Artes. Describía las fisuras del paisaje, la policromía de la dehesa, con el acierto y el énfasis de la gran artista que con el devenir del tiempo se convertiría. Con su entusiasmo y decidida a tal fin, cosecho año tras años las becas que facilitarían su logro. Hoy tiene montado su estudio en Fuenteobejuna, por que ese objetivo, ya se lo marcó en aquellos lejanos días. Cuando lo hubiera conseguido, ella no saldría de su tierra –solemnizaba muy segura- aunque por razones obvias en la repercusión de su trabajo (exposiciones, congresos) ha de desplazarse continuamente, su razón de ser, es regresar a sus orígenes, el motor fecundo para desarrollar su obra.
Se había ocultado el sol. La vieja torre de la fábrica papelera, se difuminaba en al arrebolado atardecer. En el reloj de la torre de la parroquia de Santa Bárbara, sonaron unas campanadas, María recogió el móvil que dormitaba sobre la mesa, lo guardó en el bolso de loneta azul, y nos confundimos en un arrebatador abrazo. La vi alejarse por el bulevar del parque. A la altura del monumento al minero, giró la cabeza. Un alo de nostalgia invadió nuestros corazones. Volveríamos a encontrarnos, pero esta separación era análoga a aquella que nos distanció de nuestra infancia y primera juventud. Aunque volvamos a contactar con el recuerdo, la ausencia de poder palpar los momentos vividos, quedaran diluidos irremisiblemente en la opacidad de tiempo.
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