Hay historias que duelen, testimonios que te pellizcan el alma y dejan al descubierto la aterradora crueldad de la que es capaz el ser humano. Y la grandeza que puede brotar de ese dolor.
Francisco, Fidel, Leo y el pequeño nunca habrían elegido los padres que el destino les asignó. Abrieron los ojos al mundo condenados a vivir como esclavos por un padre violento y explotador que jamás les dedicó un gesto de cariño y una madre, discapacitada psíquica, cuya dependencia emocional siempre la plegó a los deseos de su marido. Escuchar el relato de Fidel y Leo pone el vello de punta. «Nacimos en Lucena, pero con el primer parte de Asuntos Sociales, nos llevó a una aldea perdida de Fuente Obejuna». Siempre con moratones de las palizas que recibían, pasaban los días sin hablar entre ellos y trabajando sin parar. A diferencia del padre, que se alimentaba bien, los hermanos comían mendrugos de pan y vestían con ropa vieja que la madre pedía. Tenían prohibido estudiar, pero a escondidas, se apuntaron por internet a Bachillerato a distancia. «Nos íbamos con los apuntes al campo, pensábamos que así podríamos salir de allí algún día». Aislados del mundo, asustados, sin amigos ni familia, se apoyaron los unos en los otros para seguir viviendo. Desesperado, Fidel reunió el valor y llamó a la Guardia Civil. «Fueron a casa», explica con voz queda, «pero con mi padre delante, no pude hablar y se fueron». El 31 de julio del 2011, después de una paliza insoportable al hermano menor, los mayores decidieron huir. «Nada podía ser peor que aquello, así que fuimos a buscar a una vecina y desde su casa pedimos ayuda». Aquella vez sí escucharon su historia y los tres fueron internados en un centro de protección. «Al principio, nos despertábamos asustados, no podíamos creer que estábamos a salvo, con cuatro comidas y tiempo libre».
Hablar con otros niños que habían pasado por malos tratos les ayudó. Apartados de aquel infierno, hicieron piña hasta que el abismo de los 18 empezó a planear. «Por nada del mundo estábamos dispuestos a volver, acordamos suicidarnos si no nos quedaba otra opción», confiesan. El primero en alcanzar la mayoría de edad fue Fidel. «Alguien me habló de estudiar una carrera y aunque la trabajadora social decía que no iba a poder, empezamos a indagar y contactamos con la Universidad, que nos ofreció un convenio para vivir en el Colegio Mayor». Hoy Fidel está acabando el grado de Filología Hispánica con matrícula de honor. Todo a base de esfuerzo. «No podía permitirme perder la beca». Su hermano Leo ha empezado Gestión Cultural y duerme en la habitación de al lado. «Desde que salimos, lo peor fue cumplir 18 años y pensar que no tendríamos adónde ir». Ahora viven un sueño. «Nunca imaginamos que estaríamos en un sitio tan bonito como este». El hermano mayor se ha enrolado en el Ejército. El menor, de 14 años, está viviendo con una familia de acogida, la de Enrique y Toñi, que acaban de adoptar a otro menor que llevaba con ellos seis años. «El acogimiento es la única oportunidad para salvar a estos menores», afirma Enrique, presidente de la asociación Mírame, que anima a otras familias a acoger.
La vida les dio una segunda oportunidad y una familia de verdad. «Enrique y Toñi quieren al menor de los hermanos como los buenos padres quieren a sus hijos y nosotros tenemos a Sole y su marido, a quienes conocemos por el programa de fin de semana, y sabemos que siempre estarán ahí», aseguran. El padre biológico, que sigue viviendo con la madre, está pendiente de juicio. Su crimen podría quedar impune, ya que tiene 74 años.
A.R.A.