Nuestro paisaje en otoño

En el periódico del Valle del Guadiato, editado en Peñarroya Pueblonuevo, cuyo título es “El Periódico”, en el nº 249, correspondiente al mes de Diciembre de 2012, nuestra compañera del Club de Lectura María José Robas Molero, ha publicado el siguiente relato y poesía, dentro de la sección “Rincón Literario de Mellaria”

NUESTRO PAISAJE EN OTOÑO

En el laberinto diseñado con hileras de árboles frutales, dispuestos guardando una preconcebida métrica se alternan los nogales, perales, ciruelos, laureles; algunos frondosos castaños, que deben su esplendor al constante apoyo del fruticultor, que les prodiga frecuentes riegos. Manzanos y cerezos se disputan un lateral de la acequia, por lo que sus raíces salen bien paradas con la frecuente humedad, desarrollando jugosos frutos y, fortaleciendo la nutrida maraña de su follaje. Casi todos son de hojas caducas, por tanto, mostraran su completa desnudez, según valla avanzando el ciclo otoñal; algunos esquejes de encinas brotan aquí o allá, empecinados en no renunciar a un hábitat que fue el suyo, aunque por siglos fueron forzadas a desaparecer ante el empuje de la mano humana que reclamó su territorio para cultivos controlados, o despejando el sotobosque primigenio para pastar la ganadería; aún su resistencia perdura, reclamando contumazmente a cada descuido del agricultor, su lugar, emergiendo algún vástago, que logrará sobrevivir a fin de perpetuándose.

Se comienza a apreciar, el decrecer de la luz solar y, aunque predomine el verdor en las hojas de los árboles, ya tintinean muchas disponiéndose a un aterrizaje forzoso; aún dista un tiempo antes de que puedan mostrar toda su fragilidad, pero, mirándolas con atención, se percibe un aumento de manchitas de colores intensos que van desde el marrón al naranja, o al amarillo y violeta; es debido a la influencia de la debilidad del sol. Son días más cortos y de menos radiación, por lo que repercute en los efectos químicos de la clorofila, disminuyendo la fotosíntesis y, esta falta de mecanismos metabólicos, atenúa su fragilidad, hasta ir dejando las ramas desprovistas de ropaje.

Hay especies endémicas de hojas perennes como la misma encina, o los eucaliptos, olivos, alcornoques… Que al ir renovando su fronda a medida que se despojan de otra, manifiestan la impresión de ser inalterables; semejándose -aunque con distancia por la influencia del clima- de otras especies cercanas a los trópicos donde abundan con el mismo porte, los ficus magnolios, jacarandas, nísperos, aguacates, entre muchos.

La mano tibia del otoño, acaricia las veredas tupiendo el polvo con delicadas gotas de llovizna. Sopla con ventiscas el secarral de los arbustos en la sierra e, incita al labrador con promesas de cosecha, a perforar las tierras de barbechos donde se hundirán las semillas generosamente. Hay aromas diferentes dispersándose en el aire. Huele a heno humedecido obsequiado por las raídas rastrojeras después de la voraz deglución del ganado durante los meses de estío. A pastos y jaramagos que mantienen erguidos sus ramajes a pesar de la sufrida experiencia. Suena gorjeos de mirlos, oropéndolas, gorriones… Ávidos de brotes de hierba y restos de semillas. Un repique de badajos resuenan ocultos en los cencerros del ganado mientras juegan al desquite por las primeras geminaciones de verdor.

Perderse cualquier tarde entre el arrebol del ocaso y el paisaje rural, percibir el abrazo del fluir cósmico con la tierra, mientras hilillos de grama reclaman su parcela de verdor entre los terruños de los eriazos; dejarse acariciar por la humedad de la brisa que comienza a danzar con las brazadas de juncos, o las últimas flores de los cantuesos, brezos, aulagas, retamas… Es una delicia gratificante para los sentidos que se nos brinda cada año, cuando el otoño llama a la puerta de la naturaleza con su cromático guante de raso.

 

—Llegó, como llegan las grullas;

cantando sonetos y dibujando “uves”.

Surcando los cielos violáceos,

desatando el celofán opaco

qué envuelve a las nubes.

Con los pies descalzos,

camina despacio sobre el polvo níste

esculpido por la mano hiriente

del tórrido estío.

Con la frente alta, y la mano tibia,

va pintando acuarelas ocres

impregnando roquedos y páramo,

olivos y robles, sarmientos y encinas,

con matices confusos , sombríos,

tiñendo la sierra y el campo

con su brocha de melancolía.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                   Mariajosé Robas Molero.

 

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