El género epistolar, salvo en los tiempos del Romanticismo, nunca tuvo futuro. Ya nunca llegan cartas, ni siquiera a veces, como en la vieja canción. Desde la última carta de mi vida, allá por muchos años olvidada, ni me llegan ni las hago llegar ni a quien. Ni tengo qué polemizar aquello de “una carta de amor/ave postal me llega/como un poso de verde lejanía …”. Una carta de amor era como una flecha que alcanzaba el vuelo y que incendiaba el corazón. Una carta de desamor, lo mismo, salvo que el corazón receptor era un desierto calcinado. Hubo un tiempo en que unas y otras olían a esencia de violetas o a perfume íntimo de la o el remitente y se escondían entre los libros de poemas, junto al verso más dulce o junto al más desolado. En el libro permanecían el tiempo suficiente para que el acto del olvido consumara su expulsión al viento o a la papelera más cercana. Muerto el perro se acababa la rabia, aunque todo se hacía con discreción. No como ahora, y a un reciente suceso me remito. Ha sucedido en Denver, Colorado. Protagonista: una guardia forestal llamada Terry Barton. En plena crisis matrimonial la tal Terry Barton quiso quemar en el bosque la carta de su esposo y provocó un pavoroso incendio que ha destruido 50.000 hectáreas de arboleda y 80 casas y forzado la evacuación de unas 6.000 personas. Todo un desastre ecológico, económico, producto de un desastre emocional.
Escalofriante la desproporción entre la causa y el acto y el resultado irresponsable de los mismos.
La fuerza destructora y destructiva del desamor de Terry Barton podría equipararse a la de Ariel Sharon, cuyos estados emocionales han destruido, amén de vidas, miles de pobres casas palestinas. Como el estado emocional de Arafat ha llevado a la inmolación a sus adolescentes y jóvenes suicidas. Como el estado emocional de Bush ejecuta la doctrina del ojo por ojo allá en cualquier lugar del mundo donde se oculte el latente enemigo que somos todos teóricamente, no sólo Al Qaeda, Castro o Sadam Hussein. Ateniéndonos a la parábola de Bertold Brencht sobre el nazismo, pudiera suceder, remitámonos a los clásicos, a los mitos de la tragedia griega en eso de las furias desatadas. Particular o colectivamente lo de las furias es una interminable lección histórica. Hay situaciones que enfurecen de tal manera que falla el control emocional. Las miles de mujeres asesinadas por sus maridos son situaciones parecidas a la de Terry Barton. Sólo cambia la forma de ejecución. Una cerilla o una pistola sustituyen al acto reflexivo de la comunicación o el perdón del supuesto agravio. Las emociones no controladas conducen a decisiones incendiarias u homicidas de consecuencias irreparables. El honor supuestamente ultrajado de un marido machista es tan peligroso como la desproporción política de una venganza a la americana. En nuestros clásicos españoles sentó jurisdicción popular el alcalde de Zalamea. Preferible, en todo caso, a la ley de Linch de La jauría humana o a la Ley del Talión. En Zalamea el alcalde pide justicia que repare su honor. En mi tierra de Fuente Obejuna la justicia se la tuvo que tomar el pueblo. Hay una diferencia conceptual entre justicia y venganza, aunque en el territorio de las emociones una y otra se confunden en el amasijo de la rabia y del resentimiento.
Nada, pues, de viejos discursos a lo Rousseau sobre la bondad natural de ser humano. La realidad del mundo en que vivimos nos demuestra que el odio anda suelto sobre la tierra como una furia griega. Una carta de desamor que provoca un incendio. La venganza de un marido ofendido. Viejos resentimientos de familia que acaban en venganzas sumarias como la de Puerto Hurraco. No hay parlamento ni civilización ni razonamiento que valgan cuando se desatan las furias. Las nuestra, las ibéricas, son de las más inflamables.
Cada verano huele a secarral y muerte: la del toro en la plaza, la discusión que acaba ensangrentando cualquier malentendido. Nuestra historia cainita es un recuerdo de furias colectivas de pascuales duartes con el coro participando en la tragedia como protagonista principal.
“Las emociones no controladas conducen a decisiones incendiarias u homicidas de consecuencias irreparables”. (C. Rivera)