Mis hijos, que llevan varios años independizados, cuando vienen a casa, tras los saludos de rigor, van derechos a la cocina, abren el frigorífico y, casi en éxtasis, como si esperasen alguna aparición sobrenatural, miran los estantes uno por uno escudriñando todos los rincones, para lo que mueven las cosas de un lado a otro, las levantan, leen las etiquetas y ponen al trasluz los táperes, tratando de adivinar el contenido. Los saco de tan suma concentración copiando el estilo de las dependientas: «¿Puedo ayudarte en algo?». Y ellos -da igual cual de los dos sea el que inspecciona, porque actúan como clones- copiando el estilo de los clientes que curiosean sin intención de comprar, contestan: «No, no. Sólo estoy mirando». Cierran entonces la puerta del frigorífico y fijan su atención en el jamón.
A través de mi experiencia, he llegado al convencimiento de que el espacio mejor aprovechado en una cocina es el que ocupa el jamón, elemento decorativo de primer orden -que se quiten los relojes y los platos- además de gozar de las ventajas gastronómicas que ya conocemos, sea como tapa, acompañando a las tostadas de pan con aceite, en la masa de las croquetas y las albóndigas o formando parte de rellenos, mechados, tortillas, revueltos y un extenso repertorio que ahora mismo no recuerdo. Son tantas sus aplicaciones y sus cualidades organolépticas y, sobre todo, tan nuestro, que a no ser porque el cuchillo entraña serio peligro, el corte del jamón debería ser tema obligatorio de estudio -teoría y práctica- en colegios, institutos y universidades. No hay cosa más fea y cateta que un jamón mal cortado presentando la horrible hondonada.
IMPRESCINDIBLE
En mi cocina, por lo tanto, nunca falta un jamón, no necesariamente ibérico; también soy consumidora entusiasta de los jamones serranos, más económicos, y que constituyen el 90% de todos los jamones que se consumen en España. Ahora, por ejemplo, estamos disfrutando de uno curado en Fuente Obejuna, que nos está dando muchas alegrías. Mis hijos, que saben cortarlo perfectamente, a veces le pierden el respeto y lo asaltan con saña, cortándolo a tacos, según recomienda Camilo José Cela en su Primer viaje andaluz, a su paso por Rute, y dejándolo hecho unos zorros. Y fíjense lo que es el amor de madre: cuando descubro el estropicio no sólo no me molesta, sino que me alegra, porque me da las pistas para saber que están sanos, que han comido jamón y que han estado en casa.
Marisol Salcedo.