Evolución no es sinónimo de ruptura. Coherencia no lo es de reiteración. Por eso, no son muchos los escritores que consiguen que el crecimiento sea un proceso de ahondamiento en unos mismos principios éticos y estéticos y no tanto una modificación radical de los pilares sobre los que articulan el discurso. Convencido de este axioma, Manuel Gahete (Fuente Obejuna, 1957), poeta ajeno a las modas literarias, se ha mostrado siempre fiel a unos presupuestos que, estando ya presentes en Nacimiento al amor (Premio Ricardo Molina, 1986), han ido cristalizando en distintos cuerpos geométricos a lo largo de más de veinte poemarios.
Defensor de una poesía introspectiva, concebida como vía de conocimiento, en la que para llegar a comprender el misterio de la existencia se sondea el propio yo, el poeta mellariense aborda en La tierra prometida el tema del amor, que, además de la forma del amor carnal (Vestigio de humo, Argonauta o Sobre los viejos odres ), adopta la de la devoción a la poesía (El cantor del yuyal, Tránsito de la luz, Fuero o Ciudad de destino ), la fe (Arena en los pies desnudos, Mística llaga, Augurio u Osmosis ) o el compromiso con el ser humano (Rodas , Naxos , Santorini , Sifnos o Mykonos ).
Este poemario, uno de los más extraños, intensos y personales del autor le ha valido el I Premio de Poesía Carmen de Silva y Beatriz Villacañas, convocado por el Ayuntamiento de Boadilla del Monte en colaboración con la revista Troquel . De la atractiva factura del mismo debemos resaltar tanto la sugerente ilustración interior firmada por su esposa, Ana Ortiz Trenado, como el hecho de que el diseño y maquetación hayan corrido a cargo de Fernando Gahete Ortiz, hijo de ambos.
Concebido de manera circular, el conjunto está compuesto por veintiséis poemas, articulados en cuatro partes organizadas en torno al motivo de un viaje exterior que deviene interior, pues, a partir de las diferentes ciudades visitadas y recordadas, el ser humano interioriza lo vivido para extraer de ellas lo esencial, el sentido último de la existencia: Hégira , en la que con el característico sincretismo religioso gahetiano el autor plantea los motivos temáticos expuestos; Miradas de Japón , tres series de siete haikus inspiradas por las ciudades de Kagoshima, Kioto y Tokio; Islas bajo la luz , siete poemas escritos al recuerdo del sol y la luz de otras tantas islas griegas; y El creador emboscado , donde el libro se pliega sobre sí mismo y recoge los temas planteados en la primera parte, al tiempo que ahonda en la aspiración más noble del ser humano, la «ciudad de destino»: la poesía, el amor, la fe, la justicia.
Como es propio de nuestra tradición literaria y de la poesía de Gahete, esta fuerza, que mueve al ser humano y que se convierte en el sentido último de la vida, supone necesariamente heridas, pues el propio sentimiento implica sufrimiento y dolor («¡Cómo mudar –no sé– la sombra en brasa / en la extensión abierta de la herida!»); sin embargo, el autor de La región encendida matiza tal concepción en unos versos rotundos: «Poco sabe de amor quien nos ama / si, al rozarnos la piel, exige heridas; / si, después de besarnos, nos ignora.»
Ahora bien, esta ciudad nunca es punto de llegada, sino simple camino, como connota el propio título, de inevitables sugerencias bíblicas. El creador ha de ser un exiliado, una persona fuera de lugar, que vaga por el desierto en busca del territorio prometido por el creador, un ámbito fértil, y la creación, por ende, es una travesía incierta hacia lo desconocido, hacia el misterio del cosmos y, al mismo tiempo, del propio ser, pues, para entender el enigma último de la creación, el yo poético debe partir de la experiencia particular. Solo de ese modo se conseguirá la universalidad del conflicto planteado. Así, esta «hégira» no es una migración individual, sino que pronto se transforma en un destino común del hombre.
Todo este armazón temático se articula en torno a una serie de símbolos poliédricos –la luz, el mar, la sombra y la oscuridad, el espejo, el fuego o la llama, el barro…– acerca de la doble naturaleza de un yo que es un hombre que ama y que es creador, e invierte, en ambos casos, desvelos e ilusiones en expresarse a través de la palabra, desentrañando la naturaleza misteriosa de esta, con la intención de comprender la realidad polimorfa en la que transcurre su existencia, que es, siguiendo la cita inicial del memorable poema de T.S. Eliot, una tierra baldía o un yuyal, en palabras de Gahete, cuyas fisuras son denunciadas al tiempo que se reclama la necesidad de un entendimiento más profundo entre los seres humanos para poder vivir en un mundo menos injusto.
Pese a estos principios ideológicos, el autor de Mapa físico no olvida, como advertía Mallarmé a Degas, que «los poemas no se hacen con ideas, sino con palabras», expresión que debe ser entendida en el sentido de que el valor supremo de la creación artística radica en el cómo se dice y no en el qué se dice.
Esta búsqueda de la perfección formal mallarmeana, presente también en el poeta cordobés, se traduce tanto en la cuidada variedad métrica como en un profundo dominio del verbo, sustentado en un hondo conocimiento idiomático. La primera lo lleva a combinar el verso blanco con la lira (Espejo oscuro ), con el romance endecha (Origen ), con los tercetos encadenados (Mezquino idioma ) e, incluso, con el haiku, una grata novedad en el discurso gahetiano, que, a pesar de la aparente incompatibilidad entre ambos, alcanza resultados más que notables: «Raíz de plata / -denso y húmedo el bosque- / iza la altura», «La lluvia pace. / Su cayado de agua / guía la tierra», «Cisne prieto, / el lunar de tu boca / en el crepúsculo» o «Trema la luna / como punta de iceberg / entre los dedos». El segundo comporta, por un lado, una rigurosa selección léxica –arcaísmos, neologismos y los inconfundibles cultismos son buscados no solo por la potencialidad sonora de los mismos, sino también por las sugerencias que puedan despertar en el lector–, y por otro, un perfeccionamiento estilístico, un virtuosismo en el manejo del lenguaje.
Semejante posicionamiento estético conduce, inevitablemente, a cierto hermetismo, basado en el deseo de encontrar una palabra nueva, capaz de fundar existencia, una palabra que se sustenta en una paradoja, pues, aunque nace de la realidad, tiende a distanciarse de ella en el deseo de nombrar una nueva realidad.
Se trata, en definitiva, de un poemario que busca en todo momento la emoción a través de la riqueza de un léxico cuidado y sugerente, de un perfeccionamiento estilístico de marcado acento gongorino y de la musicalidad tanto de la palabra en sí como del metro, aunque hay una apuesta por una expresión más sencilla y directa que, sin romper con la coherencia de una trayectoria de más de tres décadas, ofrece una faceta nueva de este creador.
Francisco Onieva.