Rebelde Juan

Al día siguiente de una experiencia intensa, busco un poco de soledad, como si todo el espacio compartido ahora me lo tuviera que reservar para mí. En días así me gusta simplemente pedalear, sin pensar en nada más.Dejo la mente en blanco y no hago paradas.

Hay que detectar cuando la mente necesita aire.

Cada encuentro requiere de un esfuerzo y no siempre apetece. Implica detener tu plácida marcha y preguntar.

Hoy en día cuesta mucho preguntar.

Temes ser invasivo, pero cuando preguntas te das cuenta de que la gente tiene mucho que contar. Y quiere hacerlo.

Hoy tengo 102 kilómetros por delante, así que voy a apretar al principio. Salgo de Fuente Obejuna a las 10:00, por una larga y estrecha recta, con los árboles aún llenos de escarcha, y a las 11:23 veo el cártel de Los Blázquez; nadie se encarga de cuidarlo. Hago una parada rápida en el bar Lucas para tomar un mantecado y un descafeinado, y salgo por un camino de tierra dirección a Monterrubio de la Serena, ya en Extremadura. Al fondo intuyo una pequeña figura; no sé si anda o está parada.

Al principio paso de largo porque apenas he pedaleado hoy. Rectifico. Si no me parara, el viaje perdería su sentido. Empezar la conversación con Juan Rivera, de 85 años, no es difícil. La gente aquí tiene tiempo, y por eso te cuenta. Todo marcha a otro ritmo.

Juan se ha pasado su vida entera en Los Blázquez:

– No he salido para nada, solo tres meses para hacer la mili en Sevilla.

Camina muy despacio, y todos los días hace la misma ruta para ver a su ganado.

– Lo llevan mis siete hijos, pero el que paga soy yo.

El pueblo queda atrás, a unos 400 metros, y me pregunto cuánto habrá tardado. El terreno tiene muchas piedras y algunos agujeros. Hace descansos de forma continua, apoyado en una muleta. Me explica que se ha caído ya dos veces y que por eso sus hijos no quieren que venga.

– Pero yo me escapo -sonríe-. Les engaño y les digo que voy a otro lado, aunque ya lo sospechan.

Nos despedimos. Al rato veo a su ganado. Calculo que pasará toda la mañana para cubrir el trayecto. Supongo que es su reto. Tener retos con 85 años me parece fascinante. Puede que sus hijos tengan razón, que sea muy arriesgado caminar por aquí, pero más lo sería quedarse en casa.

Ser dueño de tu vida hasta el final.

Juan, un privilegiado.

Atravieso La Serena sin saberlo. Al pasar Castuera cojo la primera carretera autonómica, aunque no lo parece, ni por tráfico ni por paisaje. Es una planicie inmensa donde no se ve nada habitable. No entiendo una carretera tan ancha para nadie. El terreno está salpicado por pizarras y ovejas. Están alquitranando un trozo. Sigo sin entender tantas molestias. El negro reluciente sobresale entre tanta aridez. Esto parece la luna; sería una foto curiosa, me digo. Me interrumpe un operario con chaleco reflectante.

– ¿Cuánto pesa eso? –me pregunta, señalando las alforjas.

– No lo sé, 15 o 20 kilos.

Se da media vuelta sin despedirse. Aunque está a contraluz, sigue siendo una buena fotografía. Pero no la hago. Durante los primeros metros dudo. ¿Vuelvo? No lo hago, aún sabiendo que perder una foto implica estar pensando en esa foto al menos hasta que encuentre otra. Como con las chicas. Durante 18 kilómetros no hay un solo cartel que indique un pueblo. Nadie con quien hablar.

Manuel Fuentes es mi salvación. Está en el arcén, con su perra Pili, a punto de entrar en su finca. Me paro por necesidad.

– Llevo mucho tiempo sin ver a nadie -le digo.

– Pues a partir de aquí vas a encontrar a menos.

¿Menos?

Manuel es ganadero y tiene una cruzada contra las zorras porque casi todas las noches se comen a uno de sus borricos. Pero prefiere resignarse a meterlos en las naves.

– Ahí se estresan. Prefiero que vivan menos, pero mejor.

Su mujer es directora de una sucursal de Caja Extremadura.

– ¿Y nunca viene contigo?

– No, está estresada con el banco.

– Aquí podría desestresarse.

– Dice que tiene que estudiar con el niño.

Al niño le encanta el campo y odia estudiar. Tiene once años. Está castigado.

– Hasta que no estudie, su madre no le dejará venir. Se ha quedado en casa jugando al ordenador.

Me marcho hacia Orellana la Vieja sin hacer comentarios. Entro al bar Óscar, donde unos hombres discuten si su pueblo es el primero de la Siberia o el último de la Serena. Les pido sugerencias para mi ruta de mañana.

– A Cabañas del Castillo.

Se crea un silencio incómodo. Nadie sabe dónde está.

Cuando en el pueblo de salida no conocen el de llegada, empiezo a dudar si no se me ha ido la cabeza con la etapa.

José Juan Luque.

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